Esta es la historia de Víctor, Paco y Manuel.
Tres hombres, tres homosexuales, tres para hoy.
El uno, Víctor, forma parte de la cabalgada de las calles
madrileñas, todo flores, todo colores, todo papelitos que caen del cielo azul, el
aire trae perfumes de cerveza espumosa y resuena la música disco -de los
"In the Navy"- mientras el inmenso cortejo desfila ataviado con todo
tipo de plumas, disfraces y carrozas decoradas al estilo de la Semana Santa
cristiana. Alzado sobre sus zuecos contempla la boa rosa que se desliza sobre
el asfalto, eufórico. Saluda a las multitudes que se agolpan tras las vallas,
bailando detrás de sus gafas de sol y sus sombreros de paja veraniega, tinto de
verano en mano. Cuatro lágrimas escapan de sus ojos, emocionado... y se siente
realizado paseando el modelito que compró expresamente para la ocasión. Está
orgulloso; jamás pensaría que no es más que un eslabón.
El segundo es Paco, que también contempla el festejo de las
calles madrileñas. A diferencia del vulgo a pie de pista, él está en un balcón
de autoridades, degustando champán francés y picando olivas rellenas. Su
sonrisa no es menor que la de quienes se amontonan abajo, en la rúe: viendo las
banderas que cuelgan de los ayuntamientos, las comisarías, el ático del nuncio
y los ventanales del jardín de infancia, se siente realizado y feliz. Desde
balcones como el que hoy preside, ha pronunciado innumerables apologías en
favor de la "liberación" que promueve su lobby, ideología que ha de
erradicar las rémoras de un pasado oscurantista y cavernario cuyos ídolos y
reliquias están siendo vejados en nombre de la fiesta del respeto. Está
orgulloso; jamás pensó que fuera tan fácil ver al vulgo impregnado de odio y
venganza.
Manuel, el tercero, está sudando la gota gorda mientras pone
cañas en un puto chiringuito de playa a 35º Celsius. A intervalos, en la TV de
media pulgada que tiene en una esquina, aparecen imágenes del jolgorio de las
calles madrileñas, pero ni las mira. No tiene tiempo que perder con tanto
cambio de barril y tanta bolsa de patatas fritas. No hay disfraces, apenas
baile y, por descontado, sobre su cabeza no se observan los hilos con los que
el lobby rosa maneja los quehaceres de sus marionetas y los demás peones de la
sociedad del futuro neutro.
Su vida no es un carnaval, y las penas no se van cantando.
Eso sí, también él está orgulloso.
4 comentarios:
Es lo que suele suceder : por muy maricón o muy de Logia Masónica que seas, unos tienen cargos y dinero y otros NO. Y al final el "orgullo", modo de decir el complejo que tienen,lo disfrutan los pocos de siempre.
Habrá que hacer un estricto listado de quienes aún no somos ni maricones ni tortilleras a los efectos oportunos de organizar nuestro DESFILE de sguir siendo seres normales. Con más o menos taras, pero normales.
Un tema algo delicado para hincarle el diente.Yo siempre soy de la opinion que en el asunto de la sexualidad,ni Dios ni el Estado
Pasa con este tema lo mismo que sucede en todos los campos que la vida abarca: si eres del rebaño, todo te está permitido (y justificado). Si, por contra, no comulgas con las ruedas de molino que impone la corrección política del lobby, puedes darte por colgado de la más alta grúa.
Un saludo, don Javier.
Pocas veces sucede lo que apuntas en tu comentario, Agustín.
El caramelo, pero, es demasiado goloso como para dejarlo pasar, amigo.
Un abrazo.
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