Del tsunami de bajezas que vienen sucediéndose desde que la
generación mejor preparada de la Historia de España decidió echarse a la rúe
allá por los albores de la tormenta perfecta originada en el Atlántico Norte –marejadilla
de Prestige al son del trío Azores y su banjo bom-bom a Marte en 2004-, la que
más ha excitado los ánimos de la docena escasa de simios venidos a más que
forman esta milicia clandestina –exenta de francotiradores del tres al cuarto,
recalco- ha sido, durante estos últimos días, por paradigma de la evolución
lógica de la sociedad española, la manifestación que congregó a media multitud
de jóvenes, jóvenas y jóvenus ante las puertas del uno establecimientos más
autóctonos de esta vieja y reseca piel de toro desde que El Corte Inglés ahinojó
ante los cataríes.
Hablamos del Museo del Jamón, frente a cuyas mesas,
taburetes y demás folclore castizo se congregó la turba de sobaco barbudo para
lanzar -a los degustadores de tan rico manjar que pecaban tras las marquesinas-
improperios tales como asesinos,
caníbales, no es jamón sino cerdo, pan con pan comida de sabios y, aunque
nuestras fuentes se hagan las díscolas debido al clímax de erudición alcanzado
llegado el momento de la reposición de los picos al aceite de oliva virgen
extra, alguno de los capitostes de la horda –previsiblemente el más doctorado
históricamente- rebuznaría, al modo animalista, la soflama de todos los animales son iguales –o todos
los cerdos- aunque unos, los menos, lo son más que otros.
Firmaría la sentencia el mismísimo Napoleón redimido,
pancarta en mano, viva y coleante sapiencia generacional… evolucionado…
despojado, a lo largo de esta década larga de sapiencia, de aquellos primeros
días –o primeras manifestaciones- en las que, silbato en mano, se arramblaba
con los jamones de la sección gourmet del malogrado centro comercial de la
calle Princesa al grito de no a la guerra, que es muy perra.
De robar, a beatificar. Maldito sea el cinco jotas; alabado
el cerdo.
O tempora, o mores…
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