Yo tenía un sueño de España… pero ese sueño murió hace tiempo. El que me acunará esta noche, será mejor. Mi guía en los Años Oscuros. Y vivirá por siempre jamás. Ej12Ms

2 jun 2018

Alsasua, Texas


Walt Kowalski está tomándose una pinta en la taberna de Moe. Es viernes noche, finales de mes, el tugurio está a rebosar de vaqueros y jovencitas que arquean la espalda mientras juegan a la bola ocho. Luz tenue, en la pantalla de TV pasan a los redsox en su último partido de las series mundiales y suena el "I'd smoked my brain the nigth before" de Cash en el hilo musical.
Cuando Sara le envío el sms, a pesar del duro día de trabajo, la ducha dada y llevar puesto ya el pantalón de dormir, fue leer el «podríamos vernos esta noche, ¿no crees? Hay algo importante por hablar» para que Walt engullera de dos bocados la pizza recalentada, se pusiera algo cómodo, cartera, llaves y cogiera el metro directo a la taberna en la que solían encontrarse los dos.
Ay, el amor, el amor...
Al final, no habiendo acabado la segunda birra, la incógnita ya había sido resuelta: Sara, tras varias semanas de cavilaciones, le había hecho saber que sí, que se mudará con él a su apartamento de la Duty Street tal y como Walt le propuso aquel domingo en el lago después de confesarle lo enamorado que estaba de sus huesos treintañeros.
No por eso, sin embargo, dejaron de llenarse las jarras una y otra vez. Hay cosas, muchachos, que deben de ser celebradas como se merece, y Walt Kowalski, quien nunca fue muy dado a la efusividad pública, hoy, esta noche, sonriente, ha decidido mandar al cuerno la brizna de aversión que le achacan quienes no le conocen bien.
Al otro lado de la barra, sin que él pueda percibirlo ensimismado como está en los sueños húmedos del amor correspondido, varios cuatreros han posado la vista en ella, en Sara, para, un instante después y tras agudizar la memoria, reconocerle a él como agente de la autoridad estatal: ¡un ranger, muchachos! ¡Volvemos a tener carne fresca en el menú!, y mediante tretas típicas de bar del estilo "has tirado mi copa, vaquero" o "por el hedor parece que alguien dejó la puerta del cagadero abierta, Moe", han ido importunando a la pareja para que esta dejara el lugar y pasara al siguiente estadio: la calle, la trampa, donde la horda, armada con la fuerza de la multitud, aguarda como haría la negra araña a que la mosca tropiece con su tela.
Sara y Walt Kowalski salen de la taberna creyendo haber dejado atrás la insolencia. Van abrazados. Ella consigue dominar la inquieto temblor que se apoderó de su cuerpo mientras soportaba las miradas infames y las palabras soeces; él ríe, seguro. De repente, de detrás de una furgoneta de hippies trasnochados, sale la cuadrilla del escándalo, a partes iguales hombres imberbes y marimachos menstruales, amenazantes, con ganas de jugar al pim-pam-pum con un muñeco de trapo. En sus rostros, sonrisas muy al uso... muy en boca de los demócratas yes-we-can... sonrisas de hiena.
A partir de ahí, la cosa va muy rápida. Sara, después, cuando le tomen declaración en la comisaría del sheriff, apenas podrá aportar información acerca de lo ocurrido, pero quien está ahí y no participa del cruce de navajas podrá deciros si me equivoco al deciros que, tras el primer empellón, insulto e intento de patada trapera a la riñonada de la chica, Walt Kowalski... sereno como sólo puede estarlo un buen hombre, un agente servil y protector... con un gesto veloz que alimentaría la envidia de cualquier cowboy del lejano oeste decimonónico, saca su nueve milímetros preparador-de-guerras y, derecha-izquierda... siempre de frente, jamás por la espada y su nuca...  descerraja cuatro tiros al pecho, diana en el esternón del mamífero carroñero.
Todavía humea la pipa en su funda mientras la pareja sigue su paseo en dirección a la parada del metro. De la horda no queda ni rastro. Solamente un par de cadáveres a la luz de la luna.
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A lo lejos, como pitidos de tren, se escucha un llanto. Podría ser el sollozo victimista del cobarde o su lastimera madre, pero no son más que dos borrachos intercambiando penas y alegrías aferrados a su botella de viernes noche. 
Ay, el amor, el amor...

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