Perdone, perdone... ¿qué está usted comprando, señora?
Esto... ¿yo? ¡Ay, pero si es la TV!... que ¿qué estoy
comprando? ¡Ariel, por supuesto!
Oooo... bien, bien... veo que me recuerda del anuncio.
Ahora, pero, estoy aquí por otra cosa, algo mejor, una sorpresa maravillosa...
Señora, ¿nunca ha imaginado usted tener un sueldo para toda la vida?
Hombre, ¡por supuesto! ¿Dónde tengo que firmar? ¿Cuántos
cupones necesito, mozo?
No, no, señora. Sin cupones. Nada de comprar y comprar
chocobollos para acumular puntos o hartarse a enviar mensajitos con su celular
a números del Kurdistán. Gratis, gratis. Todo gratis, sin tener que pagar en
los bares, en el restaurante francés del barrio o tras una comida de almejas
del carril en el chalet del gigoló, señora. Se acabó abrir la cartera, mujer.
Que otros la abran por usted.
Dígame pues.
Mire, es aquí... con este carné de la Academia. Un sueldo
para toda la vida, y sin tener que doblar la espalda, que, como dicen en el
pueblo, para trabajar ya están los romanos, que tienen el pecho de lata. Con él,
con el carné, su sustento está garantizado, llueva o nieve, haya paz o guerra,
manden ricos o pobres. Mes tras mes, en su cuenta, una cantidad previamente
convenida por los leguleyos del sindicato, y a vivir la buena vida.
Pero yo... yo, ¡yo no sé de esos engaños! ¡Yo no soy actriz!
¿Y quién lo es, señora? Es de persona arrogante atribuirse
la potestad de decir quién puede ser o no ser esto o aquello, señora. Usted...
perdone, ¿cómo se llama? ¿Puedo tutearla?
Claro, claro. Juana Diega, Juana Diega. Me llamo Juana
Diega.
Muy bien, Juana Diega. Qué bonito el nombre. ¿Ves? ¡Es
nombre de farándula! Un designio más confirmando tu bienaventuranza. Tú estás
hecha para el carné de académica. Se te ve en la cara, en el porte... ¡mírenla,
mírela cómo deslumbra con su mera presencia, señoras!
Ya, ya... no le hagan caso, no le hagan caso... Pero, ahí
tiene que haber gato encerrado, verdad?
Ninguno. Yo no te engañaría, guapa. Esto es más sagrado que
el matrimonio. Será tu don vitalicio, como también lo es de todos esos que,
hasta ahora, veías desde el otro lado de la pantalla, sentada en tu sofá
deslomada de poner hamburguesas en el McDonalds auto.
¿Qué es vitalicio?
Para toda la vida. Suceda lo que suceda, tu mordida no
faltará en la mesa, y sin ningún tipo de contraprestación. Nada. Arderán los
bosques, se congelarán los polos y la última sanguijuela de agua dulce se
extinguirá del planeta, pero los académicos seguiréis abrevándoos de la
infinita ubre ya sea mediante un impuesto cultural que sufrague vuestra
inconmensurable labor para con la mancha humana -impuesto que ha de ser
injuriado siguiendo el método del estudio de actores de Judas Iscariote-, o,
mejor aún, intercalando en el trillado socarral fiscal español una nueva tasa que
grave las creaciones venidas desde el ancho -y alienado- extranjero. Aranceles
para convertir el agrio sudor ajeno en perfume de intelectualidad autóctona.
Dinero, y medallas.
¿Pero es eso posible?
¡Míralo tú misma, Juana Diega! ¡Lo tengo aquí: es el carné!
No dudes nunca de la fuerza del gremio; créeme. Debes tener fe. El complejo del
súbdito es infinito. ¿Qué? ¿Qué me dices? ¿Te hace?
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