Pronto no serán más que una mota negra difuminada en el
horizonte.
Huyen, montados en su carreta. Son los García alejándose,
poniendo tierra de por medio entre Villafuego y el destino incierto que aguarda
al final del trayecto. Tras una década deslomándose en los patatales y los
olivares, de sol a sol y con la única compañía del botijo Braulio de 1'5 litros,
trabajando sin horarios, sin capataces, sin contratos ni derechos de ningún
tipo, cobrando al final del día y volviendo a su casa dando un paseo de varios
kilómetros por los verdes valles, ha llegado el momento de partir hacia la próxima estación que tenga
agua en el abrevadero.
En Villafuego... aquí... aquí ya no queda nada para él.
Nadie podrá decir que no acudimos al chamizo que hacía las
funciones de casa de los García, a tres leguas de la calle mayor, cargados de
buenas intenciones y con un plan que podría atenuar las penurias de la familia durante estos años de depresión que está sufriendo el país. No es mucho...
¡somos tantos quienes padecemos el gran crac!... pero con previsión, paciencia
y constancia, la ayuda que le ofrecieron las autoridades habría podido calmar
la sed de sus chiquillos o la delgadez de la esposa.
El padre se levantó, iracundo, exclamando que no era él
hombre que implorase beneficencia ni ayudas bañadas en lágrimas, mientras, entre
gritos y aspavientos, arrojaba las desmembradas sillas del porche por encima de
nuestras cabezas, que mirábamos la reacción de aquel ser aterrorizados. Vázquez,
el carnicero que preside el consejo, intentaba calmarlo explicando que no era
beneficencia, nada de eso, más bien un subsidio, un derecho... el resarcir de
una deuda... No sirvió para nada. Peor, incluso. El hombre enloqueció definitivamente, sacando espumarajos por la boca mientras repetía que él no tenía
deudas con nadie... ¡jamás, y nadie pondrá en duda mi buen nombre, malditos
chupasangres!... arrojando más sillas, y tras las sillas voló la vajilla, y después las mantas, las
colchas, los almohadones de plumas, y poco más, que ese era todo el patrimonio
de los García padre, madre e hijo.
Yo me he acercado al puente que cruza el río Flavio al salir
de la alameda para verles partir. Muchas cosas de las que tiró el padre han
quedado esparcidas por el desolado jardín, ahora más abandonado si cabe. La
carreta va ligera de equipaje, y la mujer parece que me ha visto, se gira y
saluda moviendo ostensiblemente un brazo.
La mota negra desapareció hace más de veinte minutos, pero
sigo mirando a lo lejos, como el vigía que espera atisbar tierra. Los García se
han marchado y me han dejado una sensación extraña en el estómago. No sé si será
la admiración que destila un hombre valiente, incapaz de claudicar ante las
migajas que arrojan quienes desean contemplan el baile simiesco que sus rehenes
realizan tras los barrotes, o... y la duda me es insufrible... la mujer
y su gesto quienes causan mi intranquilidad, pues lo que se antojaba una
despedida ahora me parece una advertencia, una mano afilada que sega un
cuello, una profecía sobre una tragedia anunciada que, como la huida de una
familia honesta, nadie quiere ver en el pueblo.
Pronto, en Villafuego, no quedará nada para nadie.
4 comentarios:
Buen relato. Emotivo y realista.
Parecia un fragmento sacado del gran clasico,Las Uvas de la Ira.Menudo talento te gasta chaval,un abrazo,
Gracias, don Javier.
Un abrazo.
Enorme película, Agustín. De la que ya no se hacen, por políticamente incorrecta.
Un abrazo.
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