El Dr. Cooper sube las escaleras, se acerca al estrado,
comprueba que el micro está operativo... toc, toc, toc... da un largo
trago al vaso de agua, aparta a un lado los escasos papeles que ha preparado,
minutos antes, en la solitaria mesa de hotel en la que desayunó y, serio,
habla.
Es difícil explicar a quienes no estuvieron presentes en la
conferencia qué salió por esa boca, aunque si se tiene presente la conmoción
con la que amanecía la prensa mundial a la mañana siguiente, podemos llegar a
hacernos una idea del estropicio. El tema, de haber sido secuestrado por la
prensa afín y no por los medios libres que todavía quedan en este raro planeta
llamado Tierra, habría quedado en un pésimo guión de una mala película de
terror de serie B, siendo generosos...
... pero aquello no era ficción. Fue real. Es real... y yo,
desde el asiento que me corresponde gracias a mi condición de Comandante en
Jefe de El Ejército de los 12 Monos, puedo dar fe de todo lo que se
expuso en la convención celebrada en Mercury, Nevada (USA)... en el epicentro
de su famoso desierto... zona descontaminada y desparasitada. Zona, por lo
tanto, segura.
Los habrá que no querrán creer estas líneas. Allá ellos. Hay
quien, ni con cien ojos, ven más allá de sus ridículas napias, pero las
derivadas de aquella trágica jornada están por todas partes, rodeándonos.
Según la elocución del Dr. Cooper, las primeras muestras en
los indicadores aparecieron cerca de finales del mes de Julio del presente año,
cuando unas desviaciones imperceptibles empezaron a inquietar a los científicos
del CSIC, abstrayéndolos de sus sesudos quehaceres diarios. De inicio, unos
pequeños temblores. Horas después, cuando la aguja no dejaba de bailar y los
pitidos de los aparatejos se hicieron insoportables, se dio la voz de alarma,
pasando a Defcon 3.
Defcon 3 en la escala científica, permítanme la aclaración.
Al instante, una llamada telefónica sacaba al Dr. Cooper de
su bendito sueño. Eran las 05:00a.m., víspera de festivo, y el doctor, por
aquellos momentos, rondaba la mitad de la fase REM del sueño. Sonrojándose
desde el púlpito del Hotel Manhattan, reconoció que las palabras escuchadas
desde el otro lado de la línea telefónica, le atragantaron el entendimiento. ¿Un
qué? ¿Un temblor? ¿Un tremendo gañido? En cualquier otra situación, el
empleo de la palabra "gañido" habría arrancado cien sonrisas y
otras tantas carcajadas entre los asistentes a la charla, pero no era aquel el
momento. La situación es muy seria. Muchas personas han quedado... ¿lisiadas?,
¿taradas?... no sé cómo describirlo. Nadie sabe, pero hay muchas víctimas, y el
número sigue aumentando de forma exponencial.
A las 07:12a.m., el Dr. Cooper entraba por la puerta de su
laboratorio. El tráfico impidió que acudiese con más celeridad, pero como diría
aquel oráculo incomprendido de nuestro pasado histórico, no hay mal que por
bien no venga. A esa hora, los becarios que hacían sus practicas veraniegas
entre el caro material de investigación, habían situado una chincheta sobre un
punto del mapa. De allí, según los testimonios que colapsaban la centralita
telefónica, procedía el inhumano graznido que había desquebrajado los cristales
de todos los edificios en dos kilómetros a la redonda.
El Dr. Cooper, contemplando el mapa, sintió un escalofrío
espinazo abajo. El Palau. Madre del amor hermoso. ¡Confesaos, pecadores,
confesaos! Esto último, se sobreentiende, no lo dijo en voz alta, sino que
lo pensó para sus adentros. No era la primera vez que el maldito Palau activaba
las alarmas, aunque una vocecilla le dijo, entre susurros, que posiblemente,
aquella, fuera la última. Y este pensamiento, lejos de tranquilizarle, hizo que
le temblara el pulso de forma que un ardiente café le abrasó media pernera del
pantalón.
- ¡Rápido, llamad al Secretari... Secretari...
Cardona, creo que se llamaba! Da igual. ¡Llamad al Secretari! -gritó a
unos aterrados novatos recién salidos de la Universidad pública. Sorprendentemente,
aquellos chicos habían tenido la misma idea un rato antes, pero nadie había
atendido a sus insistentes llamadas. No contesta nadie, Doctor. Nadie al
otro lado del aparato. Mala señal, aunque no definitoria, pues de todos es
sabido que la diligencia no campa por ese idílico edificio a pesar de la legión
y media de teleoperadoras y bedeles que por allí pastorean. Pero que el Secretari,
el único con dos dedos de frente en esa casa de putas, no conteste... mmmm...
El medidor bacteriológico, según le informó la becaria de
largas piernas y labios carnosos... ¡bendita discriminación positiva!... no había
dejado de piar desde hacía horas, habiéndose comido, hasta el momento, paquete
y medio de unos folios que no dejaban de ser escupidos por la bandeja de
impresión, todos abarrotados de símbolos y números de varios dígitos. Un rápido
vistazo sirvió para comprobar que aquellos datos se salían de todas las tablas,
pero no fue hasta que el ordenador vomitó los modelos avanzados de previsión
cuando, el Dr. Cooper, presa del pánico, comprendió que era necesario acudir al
lugar de los acontecimientos.
A medida que el
doctor iba relatando lo sucedido ante un publico que lo escuchaba ensimismado,
pude observar cómo su cara, saludable de inicio, iba adquiriendo un tono
amarillento, enfermizo, casi decrépito. Su voz no fue ajena a esta transformación
extraña, pasando de un tono grave y poderoso, a un hilillo insignificante, próximo
a la rotura... al sollozo... al llanto. Reconozco que también yo estaba viniéndome
abajo, allí sentado, recordando... recuerdo... qué hacía yo mientras aquellos
sucesos acontecían... en qué perdía el tiempo mientras la civilización se
derrumbaba, no hará apenas una semana, bajo el infinito peso de la sarna y la
más negra de las pestes.
Tras veintitrés minutos de reloj, el Dr. Cooper decidió que
ya estaba bien de esperar el helicóptero del CSIC y, con grandes zancadas, bajó
desde la azotea hasta el parking, donde le esperaba una furgoneta Nissan. A
pesar de que todos sabíamos qué sucedió con el helicóptero, el Dr. Cooper no
dijo ni una palabra, avergonzándose de aquel episodio funesto... El Palau,
el puto Palau... siempre de jodienda... que tan bien habían silenciado los
amiguetes del President, auténticos estómagos agradecidos afines a los
editoriales únicos y que, en el fastuoso ático que se eleva sobre la Plaça de
Sant Jaume, tienen esos pequeños reservados tan elegantemente decorados en los
que, como si de confesionarios catedralicios se tratase, son absueltos de los
pecados de la carne.
Con el pie en la chapa, apurando los 70 km/h a los que
llegaba la cafetera mecánica japonesa, los acontecimientos se aceleraron de
forma desmesurada. Cuarenta y dos minutos fueron suficientes para que la Nissan
se plantase ante las puertas del Palau, y fueron tan pocos debido a que las
calles, otra vez, estaban vacías, abandonadas, desérticas. No se veía ni un
alma y tras las ventanas, una a una, iban corriéndose las cortinas.
Entonces escuché aquel berrido atronador, inmenso, apocalíptico...
y el monstruo apareció ante mis ojos. Después de soltar estas palabras, el Dr. Cooper quedó en
silencio, y esa calma tensa que se formó erizó el vello de mi nuca. Yo también
he mirado al monstruo a los ojos. Si habéis visto esas películas de terror antiguas, podréis
haceros a la idea de qué es lo que se clavó en mis pupilas. Mitad lagarto, mitad tiranosaurio,
aquella bestia, de veinte metros de altura, colosal, esperpéntica, mutante,
podría asemejarse a ese Godzilla que venía de los abismos oceánicos a zamparse
a las pulgas humanas... pero este engendro del Palau, más que reptil, es rata. Una rata corrupta, portadora de pandemias apoteósicas, sembradora de muerte...
... y, montadas sobre su lomo, miles de pulgas y piojos con cuerpo de hombres, hordas que corren,
que persiguen, que atrapan a las infelices víctimas, hipnotizándolas a base de
bocados y palabras que son pura ponzoña arácnida que inmoviliza, que convence... que
alela... hasta que la Madre de todas las Ratas, lenta pero segura, acude a
chupar hasta la última gota de la savia vital de una plebe aborregada.
De un salto, el Dr. Cooper volvió a montarse en la Nissan y,
a la velocidad máxima de 70 km/h. puso pies en polvorosa hasta llegar a este
hotel en el que ahora aguardamos el Juicio Final, escondidos de tamaña plaga. De
eso hace ya un par de días y, aunque parezca mentira, todavía siguen llegando
supervivientes que, entre lágrimas, nos confirman nuestros más terribles temores: fuera, lejos de la zona descontaminada y desparasitada por la fuerza de la energía atómica, las ratas
(y sus pulgas) están conquistando un planeta que ya no es tan azul, más bien marrón.
Algunos de estos supervivientes, creemos que debido a la psicosis, aseguran que la Rata Reina
tiene un parecido más que razonable con el Excelentísim, pero como todos
salieron con lo puesto, todavía no tenemos pruebas físicas que corroboren esta información.
Si estáis ahí, confirmadlo... y vigilad.
4 comentarios:
Juajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuajuaaaa
Y
Plasplasplasplasplasplasplasplasplasplasplasplasplasplasplasplasplasplasplasplas
No Hay Palabras GENIO.
Que Sigas Bien. No Pases Demasiado Calor Y A Las RATAS, Su MERECIDO.
Un Abrazo
Un BrindisCon Cerveza Fresquita
Y
¡¡¡RIAU RIAU!!
Prefiero el planeta de los Simios.Esto que escribe da repeluzno,,saludo,
Intentaré no asfixiarme con el calor y que ninguna de estas ratas alcance a pegarme un mordisco putrefacto, querido Old.
Me sumo al brindis con cerveza helada, y le deseo que su verano sea de los que marcan época.
Afile el mandoble a conciencia, camarada.
y ¡Riau!¡Riau!
Yo también lo prefiero, Agustín.
En el planeta de los simios, nuestro ejército se mueve como pez en el agua.
Un abrazo, neozelandés.
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