Ni aniversario, ni fallecimiento, ni fecha señalada que
indique ningún pasaje especial en una vida cualquiera... nada fuera de la
normalidad extrema de este verano, acompañado de idéntica rutina, sol abrasador
y resfriados... eternos resfriados... que te hacen estornudar por allí y
"quitarte la humedad" por acá.
Todo previsible, aburridamente previsible... pero después de
una noche larga, y animada, estas letras son para ese japonés sencillo y silencioso que atiende al nombre de Hayao Miyazaki...
otro de esos personajes que, de no existir, deberían ser inventados... creados
de una costilla cualquiera, moldeados con arcilla, dibujados sobre un virginal cuaderno en blanco, de infinitas hojas, como infinito es el mundo del maestro
nipón... e infinitas son las sensaciones que sus personajes trazados con esa
delicadeza de la infancia, nos transmiten a través de los rayos catódicos de
una caja que, por unas horas, se volvió menos tonta de lo habitual.
Faltaba poco para la mayoría de edad cuando, durante una
escapada a un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme, en un videoclub cochambroso en el que preparábamos una sesión de viernes
noche, observé en una de esas pantallas mudas que emiten y emiten, sin cesar,
películas que a nadie interesan, a la princesa Mononoke y sus pinturas de
guerra a lomos de un lobo gigante. Días después, al llegar al Cuartel General... uno, soldados, es Mono
desde siempre, desde la infancia, el gen simiesco se lleva en la sangre... corrí en
busca de la película, devorándola mientras, fotograma a fotograma, un recuerdo
que creía perdido empezaba a aflorar en mi interior, refrescando imágenes de islas desiertas, sueños en alpargatas y meriendas de pan con aceite y chocolate.
El recuerdo de la cosa vivida... del "yo estuve ahí"...
la canción perdida que vuelve, como el rumor del mar emitido por esa caracola
vieja que guardamos sobre el mueble del comedor...
... y mirando, leyendo, conocí a Miyazaki... y comprendí que
él ya me conocía, desde niño, cuando venía a redibujar unos sueños de la infancia
vestidos con un caos infinito de colores y formas. Hayao, con su paleta, los gestos y
los silencios, dio forma al inmenso ovillo de mi imaginación infantil, desde
siempre, mostrándome unos Alpes pastoreados por Pedro y sus ovejas, la búsqueda
de Marco y su pequeño primate... ¡otro más!... las aventuras detectivescas de
un perruno Sherlock Holmes, las peripecias apocalípticas de Conan, el niño del
futuro, Lupin y su banda...
Tímido, este comandante nuestro ha estado ahí desde el
principio de los días y, después de nuestro reencuentro fortuito, ya no he
querido que vuelva a separarse de un servidor, desempolvando el viejo baúl en el que
guardaba las aventuras del cerdo y su hidroavión, defensor de los parias e
inocentes hasta que, una bala perdida, lo transporte a ese "cielo de los
cerdos" en el que todo héroe tiene su particular rinconcito... también los Monos... y Chihiro, la niña perdida, que también aguarda junto a una infinidad de
castillos voladores de toda forma y color, siempre escoltados por legiones de
aviones y demás escobas... todo vuela, todo flota... que la
imaginación de los niños hizo despegar del suelo una mañana soleada de inmenso
cielo azul, donde la maldad es tan efímera como un helado de Agosto y los
tiranos, espigados u obesos, dan menos miedo gracias a una sonrisa simpática y
cierto pellizco de locura.
Allí, en el paraíso, espera Nausicaä... en su valle del
viento... sobre campos de verde maíz en movimiento. Su mirada triste pero
decidida, su condición de heroína valiente, pero sensible... el armonioso réquiem
por no se sabe bien qué, pero que duele, que se siente, que se atenaza el en
pecho, quemándolo todo, al rojo... el viento... la ayuda... la soledad... el descanso...
Hay cosas que son difíciles de explicar, Monos. El
imaginario del comandante Miyazaki, de entre todas, quizá sea la más
complicada. Estas letras de Domingo pretenden agradecerle todo lo que me ha
aportado, que es mucho... tanto, incluso, como de lo que me ha privado... pues, en
esta vida, todo se da y todo se quita, Monos.
Y, a pesar de ello, nada hay más maravilloso que vivirla.
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