Yo tenía un sueño de España… pero ese sueño murió hace tiempo. El que me acunará esta noche, será mejor. Mi guía en los Años Oscuros. Y vivirá por siempre jamás. Ej12Ms

15 ene 2011

Paella Popular

Ha sido leyendo una entrada en el blog de Kufisto, donde me han atacado varios recuerdos y he decidido escribir sobre una historia que me sucedió hace algo de tiempo, más o menos cuando los españoles empezamos a notar que teníamos agujeros invisibles en los bolsillos por los cuáles “perdíamos” la plata.
Habíamos montado una barra para refrescar a los visitantes en una de esas típicas ferias de pueblo donde los comerciantes sacan sus negocios a la calle, en un ambiente de jolgorio, cerveza fría, stocks y tenderetes.
A mediodía, y bajo un Sol que abrasaba, nos pusimos a preparar y a repartir la paella que habíamos anunciado para los visitantes de la feria que, como buitres, se lanzaron a por ella. Ya se sabe… utiliza uno la palabra “gratis” y entonces sí que aparecen amigos, sí. Amigos de toda la vida. Después de la marabunta, nos sentamos la peña a comer famélicos la parte de la paella que nos habíamos separado.
Fue en ese momento cuando le vi.
- ¡Maradona!
Abdul es un tío senegalés, alto, muy delgado, con las señales típicas que deja el acné también en una cara negra y con la dentadura algo jodidilla. Tiene, más o menos, unos 40 años y, en las varias conversaciones que hemos tenido en las suficientes ocasiones que nos hemos encontrado, me contó que tiene allí en su país dos o tres esposas, con varios hijos, y las dejó allí para poderse venir a Europa a sacarse algo de dinerillo para poder tener alguno de los lujos de moda con los que cuentan las vecinas de su poblado. A saber… Alguna cabra, un traje de El Corte Inglés y una parabólica.
- ¡Maradona! –me contestó después de localizarme. No sé por qué me llamaba Maradona, aunque creo que el hecho de hablar algunas veces de fútbol influyó bastante. Gracias a eso, supe que el propio Eto’o le había dicho en sueños que debía profesar devoción por el Barcelona. Práctica muy extendida entre los senegaleses, por lo demás.
Total, que se acerco a la mesa y yo le cogí del brazo y le acerqué una silla para que se sentara a comer con nosotros. Él miró el arroz con cara de lobo, pero me dijo que no. No quería comer.
- Abdul, pavo… come, tío. ¿No tienes hambre?
Pregunta retórica. Sé que tiene hambre. Sé que no curra desde hace días y sé que el piso donde vive con otras seis o siete torres como él, no es un super.
- Ramadán. Ramadán.
Ves, eso no lo sabía, y ya no le digo nada más mientras se va.
Pero Maradona vuelve y, en un instante, lo veo sentado junto a mí. Uno de nosotros ya les está sirviendo un plato y le habrían llenado el vaso de cerveza si antes no lo hubiera tapado con un movimiento de la mano algo ensayado.
Devoró, bebió y me pidió un cigarro, el único que me ha pedido nunca y que yo no le di, sino que le ofrecí. Me contó mil cosas esa media hora de relax, allí sentados, mientras los colegas volvían a la tarea de bar. Aquella, quizás, fue la paella más sabrosa que he probado en mi vida y, casi seguro, el café de sobremesa fue uno de tantos momentos imborrables que se van acumulando en tu mente.
Hace mucho que no veo a Maradona. Al bueno, claro. Al negro africano de Senegal. Al noble y agradecido. Al currelas que tan sólo quería dinero para llevar a su casa. Al que le brillaban los ojos cuando me hablaba de volver a su hogar, con sus negras culonas y sus hijos, en los que tantas esperanzas tienen depositadas.
A los otros Maradona estoy hasta los huevos de verlos, y no les daría paella ni aunque me fuera la vida en ello.
- Ale, Maradona. Que te vaya bonito.

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