Le cantaba Serrat* cuando tenía veinte años y una guitarra.
Mecido
por los acordes, con la mirada perdida en el infinito de la nostalgia falsaria que
ha podido recopilar un niño de teta, parecía verla delante de mí, difuminada
por la imaginación, a la tieta que loaba el vinilo con sus giros a 45
revoluciones por minuto. Joven o vieja, siempre triste y solitaria... más o
menos como todos...
... y esta tarde ha vuelto a aparecerse, virginal, mientras
bajaba la tata del váter, con su rebeca de fino punto y la media sonrisa
resignada en los labios. La permanente es reciente, lleva el fino collar de
blancas perlas que le dejó en herencia su madre difunta no hará media vida.
Aparecen finas arrugas en el vértice de sus negros ojos. Tacón bajo y cuadrado.
La sempiterna falda con la que empezó a pasearse en el despacho donde ejercía
de secretaria del Dr. Siset y que, años perdidos después, sigue acompañándola
en las reuniones del club de lectura de la biblioteca pública... en las largas
noches de invierno de su gran casa en la cima de la colina.
Es domingo y sobre la mesa de la salita aguarda el negro
bolso de ir a misa.
La música del vinilo describe un día espléndido,
acrecentando el contraste lóbrego de la tieta al deslizarse, con sigilo, por
las calles a rebosar de críos que malgastan las perrillas que le soltaron los
padrinos. Ladran resabiados perros a su paso. Los jóvenes en edad casadera la
observan pasar enmudecidos. Las groserías se han ido desvaneciendo con los
años. ¿Pensará que es una lástima? Puede, aunque conociéndola, seguro que
restará importancia a otra de las muchas ausencias que han ido creciendo con el
paso del tiempo.
No dejaron ni esquela.
Dobla la esquina, dos "bon dia, desconegut; bon día, tieta",
mirar a derecha-izquierda en el paso de cebra de la plaza, cuatro escalones anchos,
especiales para gente de avanzada edad, y el vacío que dejó el mendigo que
acostumbraba a pedir limosna a los bienaventurados feligreses a las puertas del
templo, aunque a ella, la miseria cotidiana nunca le llamó la atención, huraña
de años y genes. Sólo el nicho y el ataúd, la melancolía de los claveles y los
blancos lirios y, ella sí, cuatro letras en una lápida gris para quien quiera leer.
Cosas sin importancia, piensa. Cuatro monedas, cinco...
... treinta de oro para pagar una multa al padre de
la patria, dice el párroco al pasar el cepillo recaudatorio entre alabanzas al
fundador del terruño, al mesías de esa otra ilusión funesta que la ha
acompañado durante su resignada vida no-vivida.
Cuando la aguja enmudezca y el altavoz calle, todo caerá en
el olvido.
Así es la Ley.
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* En la Sala X.
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