Tal día como hoy, 4 de Octubre, pero del año 1957, era
lanzado el Sputnik.
La Unión Soviética, sorprendiendo a propios y extraños en esa frenética carrera de Cannonball, se
convertía en el primer país que ponía en la órbita terrestre un satélite
artificial, demostrando que tamaña odisea, digna de la más calenturienta mente
del mismísimo Julio Verne, era del todo posible.
El invento, arcaico y de brillante chapa, fue lanzado en un
ICBM (Misil Balístico Inter-Continental) modificado para la ocasión. Lo que,
de origen, había sido diseñado para ser lanzado contra los archienemigos
del otro bando del Atlántico, acabo perdido en la inmensa calma y sosiego del
espacio, más allá de la estratosfera climática terrícola.
Antes de perderse, eso sí, escupió la pelota... esa bola con
patas... boñiga metálica material que al poco, no menos de un suspiro, se vino abajo siguiendo las leyes de la física... pero cuyo recuerdo gira y gira, alrededor de nuestra mente, in
saecula saeculorum.
¿Su función?
Pues no sabría muy bien qué deciros, la verdad.
Él no se dedicó a fotografiar las intimidades de las
hormiguitas humanas que pululamos por la tierra, no actuó de frontón para ningún
tipo de señal, tampoco fotografió esos lienzos que se esconden en las
profundidades del espacio ni complicó las previsiones climáticas de unos
meteorólogos en pañales. Tampoco hizo de ático con vistas para los
astronautas de las diversas agencias espaciales o de lujosa perrera para
esos animales tan fieles al hombre que allí aguardan, ladrando por un hueso.
No.
El Sputnik fue el primero... y como todo primero, al romper voluntariamente el himen del planeta, fue fruto de multitud de contradicciones y dudas. ¿Lo
habré hecho bien? ¿Estarán satisfechos? ¿Habrán más? ¿Me recordarán? ¿Matrícula de honor?
A medida que pasan los años, con el tiempo, uno se da cuenta
que el primero jamás se olvida.
Te recuerdo, Sputnik.
Esa incertidumbre es de las que no se olvida.
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