Yo tenía un sueño de España… pero ese sueño murió hace tiempo. El que me acunará esta noche, será mejor. Mi guía en los Años Oscuros. Y vivirá por siempre jamás. Ej12Ms

13 ago 2013

Burro - hombre en Madrid


Siempre me consideré un chaval osado, sin miedos… valiente… Todo lo valiente que un mocoso de treinta años y pico pueda ser, claro: sin haber conocido guerra, dictadura, hambre… habiendo disfrutado de estudios públicos, médico gratis cuando se estaba enfermo… derechos, derechos, derechos…

Hoy en día, los miedos son diferentes a los de antaño. Miedo al rechazo, a la soledad, al “qué dirán”…

… pero ni esos tuve.

Hasta que un día, un domingo cualquiera, una conversación con un antiguo amigo al que había perdido la pista hizo que, en mis entrañas, naciera una sensación que creí nueva… u olvidada, quizá, desde los años de una infancia en la que los monstruos acudían al apagarse las luces y las puertas siempre debían estar entornadas. Tiempos en los que abandonaba la cálida cama para dormir acuclillado en el fío pasillo, separado por un fino tabique de la sala en la que mis padres veían la TV, pero arropado por el sonido de sus voces.

¿Eran aquello miedo? ¿Fue miedo lo que, fruto de la conversación, se despertó en mi interior? ¿Me obligó el miedo a abandonar mi hogar, mi tierra, mi Tarragona natal?

Siempre me consideré un tío valiente, sí… ajeno al miedo… pero aquello era peor, supino, exponencial. Era terror, de magno. Era pánico, de oscuro.

Agarré el petate, lo llené con las cuatro chorradas que había ido acumulando durante una vida demasiado rápida, y me marché. No quería morir. No quería sufrir daño, perder algún trozo de mí… entregarme… Dicen que las noches son oscuras y albergan horrores, y allí eran más oscuras que en ningún lugar. Los amantes, los paseantes noctámbulos, los perdidos en la larga noche de los tiempos… todos lo habían visto, huraño, salvaje, escondido entre las alamedas de los parques públicos, tras los columpios de las escuelas municipales, ojo avizor cuando dos o más niños se juntaban para jugar a las chapas… espiando las conversaciones universitarias en las terrazas de los bares… en los corrillos que se forman mientras las marujas aguarda turno en la pescadería, en la carnicería, en la tienda de ultramarinos… babeando amarillenta bilis a través de unos colmillos carcomidos por las bacterias enquistadas durante décadas… aguardando un descuido, una guardia baja, asco de confianza…

Muchos cayeron bajo las fauces del burro-hombre. Demasiados. Algunos, amigos míos.

Desgarrados a dentelladas, magullados por mil coces, infestados de esa enfermedad que padecen los burros… ahora no recuerdo el nombre, pero sería lo que la rabia es a los perros… alienados de su personalidad, abducidos, atontados de cuatro patas y pelo recio como alambre… con esa mirada, esos ojos duros, fríos, indescifrables… y esa maldición que los transforma, las noches de luna llena, en aquello que antes fueron: hombres mortales librepensadores.

No.

Siempre me consideré un sastrecillo valiente, pero mi valor en nada queda ante la idea de convertirme, de una dentellada, en un maldito burro-hombre.

Aparecí en Madrid. No me pregunten, por favor. No sé por qué allí, por qué no en Cádiz, en Segovia, Teruel, Gran Canaria… Lo más probable es que la inercia, esa fuerza invisible que nos empuja desde primera hora de la mañana, tuviera algo que ver. Por inercia, los huidos de Barcelona se dirigen a Madrid, ¿no? ¿Por qué los hijos de la Tarraco milenaria íbamos a ser diferentes? Cerré los ojos allí, y los abrí aquí… en el tumulto de la Estación de Atocha, sólo entre un millón de gentes de dos patas que iban y venían, corrían, vendían pañuelos de papel bajo el rojo de los semáforos…

… y sonreí.

Al poco ya tenía cama en una pensión de mala muerte en el centro, justo al lado del barrio de las lumis, los chaperos y los ladrones de cuerpos venidos del este europeo. Gritos, navajazos al atardecer, sangre seca con los primeros rayos de Sol… Nada. Lo típico y tópico. Posiblemente alguien se asustaría viviendo rodeado de mala gente en pleno bajos fondos de la capital, pero yo no. Yo soy… era, mejor dicho… un valiente en una tierra que consideraba libre, desinfectada, purificada de herejías y demás cultos a la Pacha Mama autóctona. Unos movimientos de navaja mariposa, unas pipas marcadas, el postureo en los portales y la carne fresca en el asiento trasero de los coches… ¡cómo iba a impresionarme eso, viniendo como venía del quinto infierno de Dante, conocido como Costa Dorada, donde los extranjeros vuelan de balcón en balcón y en la playa pican las medusas!

Me recuerdo paseando junto al Teatro Real, tomando unas cañas en el Bar La Paloma, contemplado el estanque de El Retiro… imaginando épocas pasadas en los jardines del Palacio Real… las sonrisas de aquella chica, en la Sala Quo, mientras pedía una Voll Damm en la barra. ¿Fumas?, le pregunté sin acordarme que hacía un siglo que habían prohibido echar humo en los locales cerrados. Ella rió. 

Su risa sigue clavada en el álbum de fotos que guardo en mi cabeza.

Aquella fue una gran noche. Reí, flirteé, me atreví a dejarme llevar por unas caderas sacudidas al son de la música… y conseguí un tesoro… un número de teléfono apuntado, con mano nerviosa y carmín rojo, en una servilleta de papel. Clara, si no recuerdo mal. Clara… la de la mirada azul, la piel suave, la risa embriagadora. Clara, y el miedo desaparece, atrás. Clara, y la vida empieza, de nuevo fuerte, mirada al frente… con valentía.

Fue una gran noche… una sola… y la última de un ciclo.

El nuevo, el que se abrió a partir de la noche siguiente, número 29, ya lo había vivido antes. Se inició con una luna grande, hermosa, brillante. Luna llena en la capital. Caminaba por las calles mientras iban encendiéndose las farolas cuando, reflejada en un escaparate de una tienda de alta costura, vi aquella pupila rasgada, sentí el amargor de la saliva caliente, atisbé la longitud de sus orejas… atento, siempre vigilante, al acecho… El burro-hombre también aguardaba en la oscuridad madrileña. Su ponzoña había cruzado mares y desiertos. Su veneno, sectario y racial, se esparcía por todas partes, infectándolo todo, corrompiendo voluntades… idiotizando al más pintado de los héroes de antaño… si alguna vez hubo antaño y si existieron en él los héroes…

Las noches de luna llena, por doquier, el burro-hombre se erguía sobre sus cuartos traseros, adquiría rostro humano y, armado con su labia ignominiosa y su lengua viperina, daba caza al incauto, a la doncella virginal, al bebé de teta. Engatusa, camela, miente, manipula… ninguna Historia se entromete entre él y su veneno… no hay alma que se salve de su maleficio. El blanco pasa a ser negro, el Bien se torna Mal… la noche, día… el saqueo, expolio… la opresión, victimismo… Los ladrones se transforman en inocentes y los valientes, enemigos.
El burro-hombre, astuto, muerde con saña. Todo aquel que recibe su dentellada, pasa a ser converso, sea charnego, autóctono, unionista, gibraltareño o genovés. Así sucede todas las noches de luna llena. Mordisco a mordisco. Discurso a discurso. Miedo que engendra miedo.
Si lo veis, corred. Si percibís su reflejo, corred. Si miráis al cielo y os saluda la luna llena, corred. Agarrad vuestro álbum de fotos, y corred.

El burro-hombre anda suelto... y todos podemos ser la próxima víctima.

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NOTA. Verano, gafas, la brisa de la mar, arena en la boca... Sol, Sol, demasiado Sol... una vieja canción... y mi mente sólo ve monstruos.

4 comentarios:

Nano dijo...

Interesante lectura, como casi siempre...

Un Saludo

Herep dijo...

Gracias, Nano.
Un abrazo y que disfrutes del verano.

Lin Fernández dijo...

El buen sol y una helada cerveza te hacen escribir estos veraniegos post,pues eso a seguir la racha,un saludo,

Herep dijo...

Ese buen sol, Agustín, es el causante, según mi parecer, de la singularidad del esperpento español.
Se funden los fusibles, amigo.

Un saludo y que vuestro invierno sea leve.