Siempre he sido muy aventurero y muy dado a perderme por los
rincones más exóticos del Mundo. De esos que, llegadas las vacaciones del mes
de Agosto, agarran su mochila repleta con poco más de lo necesario y se lanzan
a la terminal del aeropuerto. La terminal internacional, por supuesto, que en
España abunda lo cochambroso y todo desprende cierto olor a naftalina que recuerda
a sacristías y fiestas de guardar.
Patético, vamos.
Desde el vuelo han transcurrido dos semanas, si las cuentas no
me fallan. En mi pisito de Lérida ultimé los flecos que me quedaban por atar y,
sin más explicaciones, me dispuse a marchar a La Habana, Cuba… el Paraíso sobre
la Tierra, que diría Braulio, mi buen amigo de la facultad, experto en este
tipo de lides y originario de la Venezuela del camarada Hugo Chávez. Fue una
lástima que él aprovechara los días de descanso veraniego para ir a visitar a
su familia a Ciudad Guayana. Podríamos
haber ido los dos juntos y, como Braulio ha estado más veces en Cuba, haberme
hecho de guía. Pero bueno. No es nada que me quite el sueño, la verdad. Como
antes dije, estoy acostumbrado a perderme yo sólo por esos rincones de la Pachamama.
Llegué a mi destino sin mayores complicaciones que las
acarreadas por los controles de la Guardia Civil en Barajas… que si no puedes
llevar líquidos, que si quítate los zapatos, ¿algo metálico que declarar?...
Chorradas. Técnicas imperialistas para sembrar el miedo entre la población y,
de paso, quitarles las ganas de viajar y conocer mundo… impedir que vean, con
sus propios ojos, cómo se vive más allá de las miserias que aquí nos pretenden
vender como maravillas…
En Cuba todo es diferente. La gente, por las calles, te
aborda repleta de ilusión y optimismo. Sí, sí… a veces pueden parecer pesados
de tan zalameros y pastosos, pero en sus ojos se observa esa alegría ante la
vida, esa serenidad y esa paz interior que tan sólo pueden tener aquellos que
habitan en el jardín del Edén… y lo saben. Por doquier escuchaba música
sabrosona, el grito agudo del metal trabajado por el afilador y el olor a sudor
caribeño emanando de las tascas y las cantinas, dominadas por esa oscuridad imposible
de lograr por la luz eléctrica.
Entré en La Floridita y me sirvieron el típico ron aguado de
media mañana sin necesidad de pedirlo a un camarero que, junto a dos o tres
camaradas más, jugaban a los naipes en una de las mesas mientras en un viejo
gramófono… espectacular… sonaban canciones de un Silvio Rodríguez en su época
más contemporánea. Degusté el brebaje con especial satisfacción fumándome un
cigarro que, un rato antes, una mulata me había vendido por “un pavo, guapetón”. ¡Qué lujo, fumar en
un garito, no como allí, en España… tierra de prohibiciones!
No había pensado dónde me alojaría porque, como hago
siempre, me gusta improvisar… buscarme una pensión barata, hacerme amigo del propietario
de alguna hacienda, buscarme una “amiga”
que me aloje una o dos noches… prestar servicio a cambio de comida y lecho…
cualquier cosa que no implique firmar un contrato, pagar en efectivo,
establecer una relación capitalista…
Como todo buen mochilero, vamos.
Así que, armado con mi macuto, me lancé a caminar por las
anchas avenidas repletas de peatones y sin apenas coches. Tan sólo, de vez en
cuando, cruzaba la calzada algún destartalado Chevrolet de la época del cabrón
de Batista haciendo sonar su cómica bocina... Moc, Moc… pero la ciudad apenas se aparta, ebria de esa
tranquilidad y parsimonia que domina la atmósfera caribeña. Caminando,
caminando, salí a las afueras de la capital casi sin darme cuenta, abriéndose
ante mí una inmensidad de campos de tabaco y, esparcidas una aquí, la otra
allí, florecieron las viejas haciendas de madera que, antaño, habían sido
construidas por los colonos españoles. Enormes casas de madera que habían sido
habitadas por ricachones burgueses explotadores y que la Revolución había
expropiado para entregarlas al pueblo… a los parias de la tierra cubana… que
ahora las trabajaban con sumo cuidado, sin agresiones estériles, siempre
atentos a las necesidades de la Naturaleza.
Allí encontraré algún
camastro, me dije.
Como no podía ser de otra forma, lo encontré. La hacienda
estaba regentada por un matrimonio con dos hijos en edad escolar que me
atendieron con total hospitalidad, ofreciéndome comida y techo a cambio de mi
ayuda en la recolecta de la hoja de tabaco. Enseguida hicimos buenas migas. El
matrimonio, emparentado con unos primos terceros del Comandante Fidel,
compartía al dedillo la doctrina de la Revolución y eso nos permitió echarnos
unas buenas tertulias políticas al amparo del porche de la hacienda mientras
degustábamos ron de caña, saboreábamos los puros que aquella tierra paría año
tras año y disfrutábamos de la acuarela que el anochecer de la Flaca regala a
la vista.
Echo la mirada atrás y todo aquello me parece tan lejano…
A los dos días, mientras me deslomaba con alegría entre las
hojas de tabaco, un mosquito tropical me pegó un picotazo en el antebrazo y yo,
rebelde aventurero que había rechazado las vacunas que querían endiñarme en
Madrid por considerarlas otra táctica más del imperialismo zafio, me hinché
como un globo. Primero, el brazo, que fue, poco a poco, adquiriendo un color
violáceo, y después todo yo me fui amoratando al tiempo que empezaba a inflarse
mi tronco superior.
Roberto, temiendo que el veneno del mosquito estuviera
circulando a toda velocidad a través de mi vena basílica en trayecto directo al
corazón, me montó sobre su viejo Ford como si yo fuera otro saco más de tabaco
y me condujo, a la máxima velocidad que el carro permitía, al Hospital 10 de
Octubre, en el Cerro. Tranquilo, chaval,
tranquilo. Respira pausado, me decía Roberto mirándome con ojos impávidos,
inexpresivos… como siempre, aunque hasta aquel momento no me había fijado en
que estos raras veces coincidían con la sonrisa que irradiaba su boca, como si
vivieran ajenos al son y merengue cubanos.
Entré en parada, si no me equivoco… De eso hace dos semanas…
sí… dos semanas…
No he visto doctor alguno desde que desperté, hará cinco
días. Tampoco ha pasado por aquí ninguna enfermera y el tipejo que tengo a mi
lado diría que está fiambre. Al pie de
la cama nada indica qué tengo, qué me picó, qué me están enchufando, vía
intravenosa, en el brazo y el mero acto de mirar el tubito de goma, la bolsa de plástico repleta de un líquido que se antoja viscoso y la aguja
semioxidada me produce arcadas… ¿por qué me picará tanto todo por dentro?...
que tengo que contener porque no puedo levantarme de este camastro cuyo colchón
está repleto de manchas amarillentas que adivino orines… y atestado de algo
que, doy fe, son chinches. No tengo fuerzas para levantarme y salir al pasillo
y la humedad del cuartucho me está calando los huesos… llevándome al tembleque…
presentándome la congoja, el miedo… la soledad… la rabia… la duda materialista,
histórica… histérica… ¿y este ardor que me corroe las entrañas?...
Sí... me hallo bajo la atenta mirada y cuidado del fabuloso Sistema Sanitario Cubano... tan revolucionario todo él… y sigo en parada.
Parada que se me antoja definitiva.
8 comentarios:
¡Gracias Herep! al principio estaba un poco desorientada, pensaba que había entrado en el blog de Willy Toledo pero me extrañaba porque seguro que él no escribe tan bien como tú, amigo Herep...
Una cosita que hay que reconocer aunque sea a nuestro pesar: mi marido - que es profesor en un gran Horpital - me comenta que los médicos cubanos que llegan aquí huyendo de "la felicidad castrista", tienen una buena formación clínica pero que muchos de ellos ¡¡¡no han visto nunca una ecografía!!!! ¡Ay la tecnología popular que no acaba de funcionar!
En fin, gracias una vez más por un post tan currado y original...
Un fuerte abrazo
Asun
Recuerdo en una ocasión que conocí a dos cubanos en casa de unos amigos, se pasaron toda la noche hablando de lo maravilloso que era el regimen cubano y que si patatìn y patatàn y que "es que ustedes aquí..." "es que en España... después de oir un montón de gilipolleces y tres whiskys, les pregunte "que si tan estupendo era aquello, porque cojones habían venído a España" no les gustò mucho y en fin...
Me considero un tipo bastante educado y correcto, pero mi capacidad para aguantar pijadas ha ido mermando con los años.
Pensé incluso en cambiar de marca de whisky.....
Durante años, amigo Herep, la revolución, que nos vendió las excelencias del paraíso cubano, tenía, como buque insignia, la sanidad. Hoy debe ser otra cosa, sí. Por más que el Comandante se haya llevado allí a su coleguilla venezolano...
Un cordial abrazo.
Los logros de la revolución cubana se equiparan a los logros de la Unión Soviética y cualquier cosa que huela a comunismo. Miseria, miseria y más miseria.
Un saludazo.
No te preocupes, Asun. El tiempo y la lectura me ha hecho inmune al virus "Willy".
Me parece interesante lo que comentas de tu marido y las "prácticas" de los médicos cubanos con las ecografías pero, como podrás imaginar, eso un progre no acabará de creerlo jamás... por mucho que sea portada de El País.
Un abrazo fuerte, tarraco.
No encontrarás marca que te ayude en esos malos tragos familiares, abulto67. Cuando empieza la discusión con algún projeta, la razón y los datos objetivos vuelan por la ventana.
Por eso yo apenas discuto con ellos... y mucho menos si son pro-ComAndante!!
Aunque en eso tienes razón... no conozco a nadie que se haya ahogado nadando de Miami a La Habana.
Por algo será.
Un abrazo, campeón.
El ComAndante se llevó a su amiguito porque para ellos quedan resvados los áticos de los hospitales, donde tienen de lo bueno, lo mejor... comprado directamente en Suiza, donde tienen el parné, Tío Chinto.
Abajo, en las plantas de los ciudadanos cubanos, queda la mugre y la utopía de aquellos que se creen cualquier cuento revolucionario.
Todo muy parecido a lo que sucedía en la Europa del Este cuando estaba bajo el influjo de la URSS.
Un camelo, vamos.
Abrazos, artista.
Miseria al cubo, CS.
Para dar y tomar.
No entiendo a qué esperan los Willis de turno para ir allí a recibir algo de eso que tanto pregonan.
Un abrazo, jienense.
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