En los pueblos pequeños, cuando se es un crío, cualquier trivialidad
es vista con una admiración que causaría sonrojo entre la vanguardista muchachada
de la capital. Acostumbrados a correr por los campos delante de payeses con
garrote y gozar de una libertad en las calles incapaz de ser imaginada sobre el
asfalto de la urbe, la aparición, por la linde del pueblo, de un par de camiones de bomberos, armando jaleo con sus
sirenas y su rojo chillón, es poco menos que un hecho apoteósico de incontrolable
rumorología.
La llegada del circo, si cabe, es una conjunción planetaria
de la ostia.
Aquel año apareció uno venido de Bélgica.
Los vecinos del pueblo -y alrededores- estuvieron mucho
tiempo hablando de él. Cuchicheaban acerca de si las tripas de aquel esqueleto
metálico serían lo suficientemente recias para sostener el peso de las multitud
de lonas de colorines que tejaban lo que el sereno anunciaba como el mayor
espectáculo del mundo, o si éstas serían capaces de soportar el cierzo tan propio
de estas latitudes; apostaban si traerían un león del salvaje oeste, el
dromedario de la película aquella de la guerra, el gran tiburón blanco... pero a
medida que los operarios iban perfilando los últimos toques al chamizo, fue
imponiéndose la duda existencial de qué costaría a nuestras carteras tanta
pomposidad "uropea"... sí, sí, así lo decían los viejos en la
droguería, o Marisa la peluquera a todas sus clientas mientras les cardaba el pelo... recalcando la procedencia forastera del espectáculo, con sorna castiza... "el circo uropeo"... y bien podían
decirlo, sí, nuestros padres y madres y abuelos y abuelas, pues más sabe el
diablo por viejo que por diablo, y cuando uno vive una larga vida en un pueblo la escasez coyuntural se compensa mediante largos silencios en los que las
entendederas fluyen a su antojo llegando, en algunos casos muy particulares, a
rondar ciertos grados de lucidez, o locura.
Llegó el día señalado, un sábado, y lo que mereció una de
las peores críticas que haya podido escribirse en la gaceta municipal y la
repulsa cínica de gran parte de los vecinos, a nosotros, los doce imbéciles de
la panda, nos pareció el episodio más alucinante que habíamos experimentado en
nuestra corta vida. Ni punto de comparación con la tocata y fuga de Pennywise a
lo largo y ancho de las alcantarillas. Ver a aquellos prestidigitadores convirtiendo
privilegios en agravios históricos, las ristras de leyes apareciendo y
desapareciendo de la chistera sin fondo de un mago leguleyo, la agilidad de los
saltimbanquis dando brincos en lo alto de los renault-doce de la benemérita o a
doña Paca sirviendo de diana a un lanzador de cuchillos vestido de perro de
cuadra causaron profunda huella en la inocente concepción del mundo que anidaba
en las mentes pueblerinas de unos chavales cualesquiera, pero la actuación que
más recuerdo -y no de un modo agradable, por cierto- es la del contorsionista que apareció acompañando al antepenúltimo número de los comediantes, y en el que el grimoso hombre mutado en pelele de carne y trapo, enroscándose como una víbora
hambrienta, se metía en las estrecheces de un maletero para asombro, sonrojo y
vergüenza de los payasos que hacían de guardianes de la galaxia.
Hace tiempo que dejé atrás aquellos días, pero a diferencia
de mis vecinos que hoy andarán ya criando malvas, aún sigo asombrándome de este mundo
bizarro.
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