Qué día, monos, qué día.
Caía la agradecida calidez del Sol de invierno y la tarde
iba perdiendo la nítida claridad enturbiada por la tiniebla de la fría noche y
la maceración de un día de fiesta -grande- repleta de buen comer, mejor beber y
la ufana competición de papiroflexia con el humo proporcionado por el puro
abrasador de las grandes citas, cuando llegó mono Flavio agitando un papel, excitado, a gritos, pareciere un endemoniado.
Estábamos todos, recordadlo: desde primera hora alrededor
de los fogones, las barbacoas que achicharraban pancetas, la sartén
chisporroteando alubias con huevo, la olla del caldo de pollo para el guiso y
el temporizador echando humo midiendo los tiempos del cochinillo en el horno, los
monos de este ejército desayunábamos con jovialidad campestre mientras
preparábamos el festín del mediodía. Cayeron dos barriles, sí... y las botellas
de rioja engullendo la carne gorrina y porcina, y el ribeiro con el entrante de
crustáceos, y la pequeña -pero selecta- licorería del cuartel general, de la que
no queda ni una gota.
Pero cuando nos giramos sobresaltados por la llegada de
Flavio, que agita el papel correteando entre nosotros, aún quedaba suficiente
comida y bebida como para un imperio que mil años dure.
Qué pasa, Flavio, que nos interrumpes? No dejaste el puesto
de guardia, insensato? Y todos reísteis contemplando su cara congestionada,
estupefacta, por un segundo parecía contrariado. Un gran día de fiesta, monos,
una camaradería envidiable, así da gusto.
Pero Flavio se recupera, toma aliento, respira... se coloca
en el centro, aferra el papel como si del mapa de un secreto ancestral se
tratare. Carraspea -siempre fue un poco teatrero-, levanta el mentón y nos
espeta: «la autoridad competente hace saber la próxima apertura de un comedor
social exclusivo para los parias no-españoles», y termina su actuación
estrujando el bando entre las mano hasta comprimirlo en una pelota que chutará
de un puntapié al rincón en el que se acumula el polvo.
Qué espectáculo, monos. Cómo actuó mono Flavio. Lo visteis, exacto.
No hizo falta más. Su gesto, su mirada, su poderosa voz
reverberando por toda la sala, la ofensa embriagadora que acompañó al silencio abierto tras las palabras de nuestro camarada, el orgullo de la
derrota... ¡qué gran día en Little Bighorn, teniente coronel Custer!... alteró
el clima de la sala x por vía antropomórfica (este sí) y donde hasta hacía unos
instantes doce simios venidos a más pacían extenuados tras tres, cuatro,
cinco... no sé, perdí la cuenta, denunciadme... días de comidas y bebidas, el
milagro de los panes y los peces acabó convirtiéndonos en famélicas bacterias... peor,
peor, ¡piojos de hediondas bacterias!... que, con la inquina ensangrentando la mirada,
asaltaron las bandejas del cordero, las almejas ahogadas en la zarzuela, el
tuétano de los huesos, el vino caliente del culo de los vasos, el agua de las
fuentes, el caldo de los mejillones rancios e insípidos... no debe quedar ni
una miserable pizca de turrón duro, ni una esquirla de pan, más afamados que
Iván en un día en el gulag... no quedarán restos nuestros para los no-españoles,
monos. No tenemos sobras que satisfagan los anhelos de la bestia y el banco de alimentos de sus perros de presa.
Qué día, monos. Qué día.
No habéis visto muchos así.
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