La Sra. Gemma se deja caer sobre sus cuartos traseros.
Está siendo un día duro, piensa.
Todas las vísperas lo son. Las tareas son muchas y los
inconvenientes, suficientes. Siempre se da el caso del jovencito que se deja
algún juguete tirado por el suelo, jirones de ropa escondida en los rincones,
el hedor que provoca la escasa ventilación... y, claro está, la pobre iluminación
que tanto agrada entre sus vecinos. La Sra. Gemma es vieja y anda ya medio
ciega. Poco le importa si es de día o es de noche, si hay luz o tinieblas,
tener los ojos abiertos o cerrados, pero comprende que la ceremonia que tendrá
lugar este séptimo día del décimo mes -de por si complicada para los invitados-
gana muchos enteros en hospitalidad con dos fluorescentes aquí y varias
bombillas junto a la intersección del norte.
A pesar de la tradición, siguen encontrando inhóspita la
vivienda de la Sra. Gemma. A pesar de los esfuerzos para que se sienten como en
casa, de la limpieza exhaustiva y extenuante a la que se entregan todos los
habitantes del lugar y el alquiler de los focos al ladronzuelo del desguace, no
sale ni una palabra amable de esas boquitas desagradecidas.
En el ánimo de la anciana, sin embargo, no se observa ni
pizca de agravio, y la resignación incipiente, de escasos vuelos, pronto deja
espacio a la compasión madura que siente hacia ellos, año a año aterrados,
corriendo escaleras abajo, dando largas zancadas por los pasillos en penumbra, batiéndose
a empellones llegado el momento de recuperar la pose falsaria que mantienen de
cara a la galería.
De por vida serán mancha humana deshonesta y vilipendiada.
Suyo es el estigma de la vergüenza por muchos libros que quemen y muchas
fotografías que borren, sonríe la Sra. Gemma mirándose las sucias uñas que
atestiguan el azaroso día que ya termina.
Un último vistazo ha de servir para dar el visto bueno,
indicar las últimas incidencias a solventar y charlar unos minutos con la
cuadrilla. Advertirles, de nuevo. Recordarles que con el despertar empezarán a
llegar los invitados, en desbandada. Todo será puesto patas arriba, destrozado
bajo los pies de la estampida que todos los años acude puntual a perturbar la
paz que reina en sus haciendas... y son salvajes, y están infestados por la
peste del pánico, de sus bubones emana miedo, han perdido el último resquicio
de humanidad que les quedaba y ahora se creen ratas, dirá, y los más jóvenes la
mirarán con la boca abierta. Ninguno de nosotros debemos olvidar lo que sabemos de ellos, continuará
la Sra. Gemma, asqueada ante la idea de verse convertida en hombre.
Contemplando con dulzura lo que son sus dominios -las
alcantarillas de la mastodóntica ciudad de Barcelona, sector Plaza de San
Jaime, alcantarilla de la Generalidad-, se convida para que todo salga bien, el
día de mañana pase rápido y maldita sea la estampa de quien decidió que los
ministros golpistas del psicópata nacionalismo catalán utilizaran el hogar de
las ratas, las cloacas, para hacer pública muestra de tan suprema valentía.
Ahí, en los genes.
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