Un día una chica me ofreció té y naranjas.
Vino a contraluz, durante un amanecer inolvidable, como
tantos, en los que esperas el día
mirando el negro, casi azul, de la mar. Recuerdo el rojo de su pelo, la claridad
de la piel, el tono dulce de aquella voz... Apareció, permaneció una eternidad
en silencio y, adelantando las manos, me ofreció el tesoro de su don.
- Son de la China. China, ¡mandarina!
Ella estaba loca, pero bajé. Bajé a ciegas, sin freno, a
pesar de la voz que me advertía de la futura rotura, incuestionable, que
provoca el virus kafkiano que de esa risa... esa alegría... emana. La seguí en
silencio, observando a la muchacha solitaria que vivía entre las calas, en una
casita minúscula construida entre el acantilado, escondida junto a una telaraña
de calles y terrazas desiertas.
Yo corría, aterrorizado, imaginando que la perdía. Ella,
sonriendo... ¡oh, cómo reía!... flotaba.
Jamás bebí un té mejor.
Y ella se esfumó, también a contraluz...
... quedando yo quebrado.
Nada a vuelto a ser lo mismo. La magia desaparece. Quedan
una sucesión de maestros ilusionistas, nada más. Los amaneceres no son puertas
a otros mundos y los escenarios virtuales de los sueños cayeron al agua salada.
Ahí siguen, golpeándose contra las rocas una y otra vez, compartiendo condena
junto a Prometeo.
Un día una chica me ofreció té y naranjas, y hablamos del
sexo de los ángeles bajo un porche de madera, haciendo chirriar las mecedoras
viejas, rodeados de una multitud que subía y bajaba por el paseo, buscando
camarones fritos y fría cerveza de barril, ajenos a esos dos locos que comían
naranjas y bebían té entre risas ofensivas para el devenir imperturbable de la
masa, que sube y que baja, por las calles, buscando una luna que tal vez no
exista, pero que alguien, en un oscuro despacho, les inyectó en vena.
Me ofreció té y naranjas... y su sabor sonó como el coro de
una novela trágica, convirtiendo utopías en puñados de harina de hueso, pasto
de una realidad sarcástica, irónica, de las que ríen rompiendo la solemnidad
del entierro del maestro del Carnaval que se celebra en las ciudades modernas.
Realidad con toques mágicos, pero no más que el ilusionista y su conejo en la
chistera.
Su rojo pelo me desgarró... aunque podría no haber sido ella,
quizá fue otra, en el asiento de un coche o en el aparcamiento de un
supermercado, mientras escogía el primer plato en el restaurante del día D. Son
imágenes de un bofetón solitario y una traición juvenil mezcladas con enormes
titulares en la prensa local de los días pasados donde se anuncia náusea,
ultraje a los muertos, deshonra a los héroes... Otra, no ella... pero era su
rostro el que recuerdo grabado a fuego, sonriendo, alienado para un rebaño que
pasa, pastando, frente al porche aquel donde descubrí el truco mágico por el
que mi amigo, tu hermano... la cordura... habla de forma irreconocible, presa
de la ideología y la propaganda de la Viuda tejedora de las telarañas que rodean
el todo.
Ella estaba loca, me ofreció té y naranjas... y quebró toda
posibilidad de escapar de esta locura tan nuestra... tan diferente... tan
especial y única en un mundo gobernado por cerdos que se creen cuerdos.
Fue ella, seguro. Recuerdo su rostro, su té... las naranjas... y su sonrisa.
---
No sabes nada, Comandante Herep, me dijo Ygritte. Asentí, pero ella ya dormía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario