No puedo evitar un sentimiento entremezclado de frustración
y lástima, pero no hay vuelta atrás: la Unidad de Análisis de Conducta hace las
maletas. Nos vamos. El Gulfstream G550 nos espera en el aeropuerto para
llevarnos de vuelta a la base. Nos ha sido imposible resolver el caso. Es la
primera vez, sí... pero, aunque a este equipo de profesionales no nos sirve
como excusa, he de reconocer que no lo hemos tenido fácil.
Recibimos el aviso hace un par de semanas: un pederasta
estaba haciendo de las suyas en España. ¿España?, preguntó Penélope, ¿no tienen
policía, en España? Nada de preguntas. Parece que sí, pero el caso se les escapa de las manos. El
sujeto, según los informes, parece muy escurridizo: experto en el camaleónico
arte del disfraz, una paciencia rondando el ámbito de la paranoia, instrucción en
el uso de alta tecnología y grandes conocimientos en el campo de la medicina y
los analgésicos, con los que droga a sus víctimas... siempre niñas... para llevarlas a donde quiera que realice sus nauseabundos crímenes.
Tras aterrizar en Torrejón, nos pusimos en marcha. Leímos el expediente durante el vuelo y, tras unas pinceladas acerca de
los puntos negros, me dispuse a hablar con los jefes reunidos en la comisaría que las autoridades nos habían asignado. Eran
varios policías: uno local, otro federal (creo) y otro que parecía un militar. Hablamos durante unas tres horas. Tres horas, entre uno y otro,
escuchando relatos sobre declaraciones de testigos, ordenes de vigilancia,
protección de menores, jueces para no sé qué y un sinfín de palabras y más
palabras que los tres jefes repetían y repetían como autómatas. En sus ojos se
entreveía cierta resignación estoica, amén de una tremenda desesperación provocada por la soledad.
Eran buena gente, esos policías... pero a veces con eso no
basta. Templé la gravedad de mi voz e intenté que se calmaran, decirles que su
labor había sido excelente y si los resultados no habían llegado aún, pronto lo
harían. Nosotros habíamos venido para ayudar, buscar ese otro enfoque que, con
la tensión y la vorágine de acontecimientos, podía haber pasado desapercibido.
- Lo resolveremos chi....
... empecé, pero ahí quedó todo. La noticia, rauda, voló por
el edificio, cortando en seco mi oratoria: Spencer, había sido confundido con
el "sudes" mientras investigaba las cercanías de uno de los parques
del perímetro de actuación que habíamos marcado en la reunión previa. Vestido con
gabardina gris, camisa de finas rayas, pantalones de pinza y cámara fotográfica
convencional al cuello, mi agente había sido rodeado por una turba de personas
que, atendiendo a su imagen de "hippie pelos largos", creyeron haber
resuelto el misterio.
Armados con palos, piedras y candados de motocicleta,
salieron a la carrera en busca del más superdotado de los agentes de campo que
ha tenido la UAC. Las mujeres, las peores, soltaban improperios tan graves que,
ahora que tengo a Spencer a mi lado y atiendo a su mirada, estoy seguro que
tardará mucho tiempo en olvidar. Él no está acostumbrado a estas muestras salvajes de cólera, tan alejadas de la calma racionalista con la que gobierna su vida. Me parece que el Dr. no ha corrido tanto en
toda su vida. Ni habla. Estaba blanco cuando ha llegado hasta aquí acompañado
por una patrulla que lo ha rescatado del árbol al que había subido. Desde
entonces, ni una palabra, aunque parece que va recuperando algo de color en los labios.
Ha sido difícil, pero no podía hacer otra cosa. Tras las
ocho horas de vuelo, la media horita del café y las tres horas de conversación
con los agentes, nos volvemos para casa, a la tranquilidad de nuestra oficina,
amparados por un sistema judicial en el que, a pesar de todo, todavía confía la
ciudadanía.
¡Madre mía, el Spencer, que tembleque!
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