En las montañas litorales de la costa del Mediterráneo,
cerca de la depresión del gran río que recorre la ciudad de Derry, puede
encontrarse el último santuario para mucha de la fauna y flora que habita el
planeta. Cientos de especies que el hombre creía extinguidas. Cientos de miles
de especies que el hombre, en su infinita insignificancia, todavía no ha descubierto,
catalogado y, si me apuran, explotado.
Un invierno suave, sin apenas heladas, y un verano cálido y
húmedo hacen que, el Macizo de la Jarra, con sus rocas milenarias y el dulce
olor a tomillo y anís que se despereza junto al amanecer, sea uno de los lugares
más paradisíacos de esas tierras bañadas por el mar por excelencia. Con una
densidad de población más bien escasa, la provincia es el pulmón de un ecosistema
maltratado, pero sano. La dificultad para acceder a los refugios y la orografía
agresiva plagada de agrestes laderas y escurridizos barrancos, han permitido
salvaguardar este pequeño milagro de la Naturaleza.
Los días soleados, con suerte, podrá ver algún ornitólogo,
con su gorra caqui, los prismáticos y esos pantalones cortos a juego, mostrando
sus patitas blancas, peludas, sin avergonzarse de esos calcetines más que
blancos, arriba y abajo, agarrándose a las cuerdas y apoyos que facilitan el
ascenso al Mirador de las Lágrimas, donde hace mucho tiempo una princesa
cristiana se lanzó al vacío evitando, de esta guisa, un matrimonio herético con
un sultán moro.
Arriba, desde el Mirador, las gentes son pequeñas, los
problemas quedan lejos, difuminados por el paisaje... de un manotazo bien parecería que puede acabarse con
todo... y, sólo, el genio sacará su libretita y, paciente, irá apuntando el hábito
del patirrojo, el cortejo del jilguero o el vuelo de la golondrina. Si tiene un buen
día, llenará dos o tres hojas apuntando misterios que luego disfrutará
descifrando en la tranquilidad del sillón de su casa, tomando un café cargado
junto a esa esposa que, enamoradamente resignada, intenta aprender qué pico
tiene un insectívoro o qué se esconde tras la mirada del mochuelo que reina en
la negra noche.
Algunas veces, armado con sus gruesas gafas y mascando un
muñido mondadientes, encontrarás algún entomólogo buscando un frasco de cristal
vacío con el que recoger unas muestras extrañas de un pequeño insecto
desconocido para la Enciclopedia Ilustrada, con los ojos plagados de lágrimas,
imaginando cómo le dará nombre, en latín antiguo, al nuevo espécimen una vez se
confirme el hallazgo y el consejo de sabios, reunido en la rebotica de la
Universidad de turno, confirme el descubrimiento entre vítores y aplausos. Quizá... algún día... un despistado amante de estos increíbles
bichos, descubra a nuestra querida abeja. Hipnotizado por el quehacer
diario de este antófilo, la bautizará como Abeja Pérezae, Rodriguezum, o Garcilae...
depende de la suerte que el insecto tenga al tropezar con este o aquel apellido homínido.
Para nosotros, que escapamos al bosque siempre que tenemos
ocasión, siempre será la Abeja Violet Carson... vieja amiga a la que, en
ocasiones, olvidamos saludar al cruzarnos con ella en el campo de las amapolas.
En nuestra defensa diré que no obramos de mala fe, sino que, abstraídos durante
los paseos matutinos, no son pocas las veces en que las cosas más pequeñas nos
resultan invisibles.
Pero ella siempre está ahí, amasando polen hasta convertirlo
en miel, como haría el panadero con la harina, desde antes del amanecer, en una
jornada infinita que se repite y repite desde el principio de los tiempos. Podría
pasar a la Historia si, de mutuo acuerdo con la abeja silvestre, conviniese una
presentación a la alta sociedad ilustrada, mostrando al ancho Mundo sus
cualidades y peculiaridades únicas... pero no, Monos... mi apellido permanecerá
en el anonimato más inane. La fama me da hastío y pereza... y la Abeja Violet
Carson... no, no... no puedo hacerle esto, no... Ella es complaciente, lo sé,
pero de naturaleza triste... infinita tristeza... y ponerla en el disparadero,
subirla al estrado donde mil doctores en toda clase de artes le harían otras
tantas preguntas, la diseccionarían, la desnudarían frente al vasto mundo
cruel...
No puedo, lo siento. Se lo debo a ella, y a mi.
Conformémonos con cuatro palabras que nos muestren su don, su
misterio... su infinita tristeza, dibujada en su pequeño rostro a vista de
microscopio. Porque debéis saber que la Abeja Violet Carson, desde el momento de
su mismo nacimiento, vive encadenada a su flor... a su rosa hermosa, perfumada,
fuente de vida... de la que no se separará jamás en toda su vida. La Violet
Carson, tímida por naturaleza, no salta de flor en flor como hacen sus primas
hermanas, mezcladoras de polen de mil variedades distintas. Ella, la nuestra,
siempre se arropa con los mismos pétalos, en su misma cama de suaves y
perfumadas sábanas en forma de pétalo, soñando con ese "cielo de las
abejas" en el que todas viven en paz junto a su Reina Madre, donde brota
miel de las fuentes y no existen peligros con forma de tela de araña ni
irritantes polvos de fumigación.
Pero eso es allí... en el Reino que no es de este Mundo. Aquí,
al amparo de la realidad, incluso la más bella flor acaba por marchitarse. El
hogar, el confort, la seguridad de los pétalos y la flor, con el tiempo, acabarán
mustiándose, perdiendo el vigor de la juventud, el perfume virginal, el suave
tacto... y la rosa caerá, alimentando con su detritus el estómago de la tierra
que pisan los pies, en un juego macabro que tan sólo llegará a su fin en el
oscuro anochecer de los tiempos.
Es aquí donde impera el misterio de la Abeja Violet
Carson... en la hora postrera, cuando la flor se derrumba, arrastrando la
calidez de un hogar, de un sueño... la esperanza de una vida eterna en la
tierra de las amapolas. Nuestra amiga, presa de la desesperanza, el miedo y la
infinita tristeza, se abandonará y, en plazo récord, sucumbirá entre el sollozo
y la nostalgia, también infinita.
¿Qué fue de mi flor? ¿Qué ocurrió con nuestro amor? ¿Fueron
los años, quizá? ¿Se marchitó de tanto usarlo? Dime, Reina Madre, dime.
La Abeja Violet Carson se deja morir, desconsolada, a pesar
de que nosotros, en un paseo que mantuvimos con ella durante los primeros rayos
de primavera, le confesamos el milagro de la vida, explicándole que tras una
flor viene otra, y luego otra y otra y otra, siempre igual... La Rosa Marchita
no es el final, querida... pero la Abeja, con un brillo especial en lo más
profundo de sus negros ojos, nos miró agradecida y misericordiosa mientras nos revelaba que
ella, esa espera... aunque fuera de un sólo día... no esta dispuesta a
soportarla. Yo nací entre los pétalos de mi Flor, y con ella sucumbiré. Es mi
destino. Es mi Naturaleza. Es mi más fuerte deseo.
Es el poderoso misterio.
La Abeja Violet Carson muere, desconsolada, cuando aún no se
ha marchitado un último pétalo que, en un gesto de agradecimiento infinito, hará
de mortaja de su fiel amante, resguardándola en su último viaje al paraíso de
las abejas, allá arriba... donde también nosotros, Monos, tenemos nuestro
rinconcito aguardando.
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Valga esta entrada para reflexionar sobre las palabras que José Luis dejó en un comentario y que venían a decir si, nosotros, veremos la España que nacerá después de marchitarse el último pétalo de esta que hoy nos mece.
Valga, esta entrada, para reflexionar tamaño misterio.
2 comentarios:
Mi muy querido amigo Herep:
Leyendo una y otra vez tu post, me has emocionado. Creo que este post es un nexo de unión mental, de sentimientos traducidos a letras según la capacidad mental y emotiva de quien escribe una entrada y de quien la comenta.
Como bien sabes, mis entradas y sus títulos son ásperos como el seco esparto. Si duda sea debido a los años pasados en un reseco páramo emocional llamado España. En cambio, tu maravillosa forma de vaciarte emocionalmente en clave de ensoñación escrita, atrapa a los viejos abejorros como el que suscribe.
Intentando traducir y hacer mío lo que acabas de dar a luz con estas letras, creo que tanto tú, como yo, y como alguno de los que por aquí transitamos, somos un duplicado humano de la Abeja Violet Carson que citas en tu texto, porque desde el momento de nuestro nacimiento hemos adquirido conjuntamente con nuestro ADN y genes, las características de la Violet Carson.
Porque precisamente nosotros vivimos encadenados a nuestra flor... a nuestra hermosa y perfumada fuente de vida llamada España... de la que no nos separaremos jamás en toda nuestra vida. Aunque lo cierto es que al contrario de la Violet Carson, no somos tímidos por naturaleza, sino todo lo contrario. Zumbamos rabiosos cuando el enemigo asola nuestro hábitat.
No saltamos de flor en flor como hacen nuestras primas hermanas, las abejas comunes mezcladoras de polen de mil variedades distintas. Nosotros, siempre nos arropamos con los mismos pétalos, con los mismos ideales que figuran grabados a fuego en nuestro ADN.
Y deseo cerrar este comentario, citando textualmente tus últimas líneas, que también son las mías ya que las siento incrustadas en mi mente:
“Yo nací entre los pétalos de mi Flor, y con ella sucumbiré. Es mi destino. Es mi Naturaleza. Es mi más fuerte deseo.”
Que así sea.
No puedo decir más que lo que tú comentaste, José Luis, en aquella entrada que me "inspiró" para escribir estas letras.
No es tristeza ni desesperanza, sino realidad que pulula por el aire, como la abeja Violet Carson, mecida por unos aires que nos son extraños, pero reales.
Mi más ferviente deseo es, llegado el momento, estar preparado, sin miedo.
Después, todo volverá a ser claro y podremos reírnos, amigo, de tanta miseria trágica.
Un abrazo... y que así sea.
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