No es la primera vez. Antaño ya se encontró en situaciones
parecidas, cuando era joven e inexperto y apenas se alzaba dos palmos del
suelo. Han pasado un puñado de años, pero el recuerdo de aquella primera vez...
el nerviosismo... el temblor de piernas... Las sensaciones quedaron grabadas a
fuego en su cabeza y hoy, controladas, vuelven a reaparecer en un escenario muy
distinto... si es posible tal diferencia cuando uno se ve abocado a la
reacción.
Costó... ¡Dios sabe que costó!... pero nunca anduvo escaso
de voluntad y paciencia. En la casa que le vio nacer, en la pared principal del
salón, su venerado padre, antes de ser asesinado por la espalda por el asesino
del clan rival, colgaba un enorme pergamino blanco con tres palabras escritas
en negra tinta... a mano alzada, como mandan las ancestrales costumbres... en
las que se leía eso: "Voluntad".
Voluntad... Sacrificio... Honor.
Su padre vivió todos sus años acorde a las tres. No existió
hombre más voluntarioso, entregado a la causa, a las enseñanzas que le fueron
entregadas por su padre... recibidas, a su vez, por su padre... y por el padre
de su padre... y así hasta la época del Emperador Loco. Jamás le faltó
voluntad, y le sobró sacrificio. Tanto que su muerte, violenta, fue fruto de el
mayor de los sacrificios: salvaguardar su Honor.
El suyo y el de los suyos.
Su hijo bebió las mismas aguas y a su muerte, raudo, cargó
el petate con sus cuatro pertenencias y se marchó a las Montañas Solitarias.
Allí, durante tres largos años, vivió sólo, sin compañía con la que hablar o
reír, dedicado en cuerpo y alma a la reflexión contemplativa, la meditación y
el perfeccionamiento de su técnica. De Sol a Sol, comiendo lo poco con lo que
le obsequiaba la tierra que pisaba... los ríos en los que se lavaba... los
animales que le atacaban...
Desde niño fue escueto en palabras, pero la época que pasó
en las montañas hizo que ese silencio pasara a ser un rasgo definitorio de su
carácter. Lo que tenía que decir, siempre poco, lo decía mediante la mirada...
dócil cuando transitaba mares de calma, feroz ante el escarnio y el ataque.
Mirada que amenaza. Mirada que asusta.
Mirada que anuncia tempestad.
Ahora... ahora esa mirada de titán enfurecido ha vuelto a
aparecer en sus ojos negros. No es la primera vez... ni será la última.
En el Soho también se vio rodeado por cien. Él, contra cien.
Aquí, en este templo de huesos de acero y piel de cristal de
metacrilato, son miles... pero este hecho poco aplaca el furor del dragón. Todo
lo contrario... lo alienta, le excita, el espeso humo impregnado en azufre
brota descontrolado de sus fosas nasales... los ojos se abren, coléricos... las
manos se cierran convirtiéndose en poderosos puños, mazas de acero templado...
las Maldiciones del Shaolín, los llaman quienes le conocen...
... y de un salto a la vez gracioso y ágil, se levanta ante
lo que incluso el más borracho de sus ancestros consideraría un aquelarre,
desabrochándose don parsimonia y tranquilidad la camisola de seda negra, botón
a botón, hasta dejar al descubierto un cuerpo delgado, pero tenso y fibrado
como la caña de bambú, dibujado por un centenar de músculos definidos en su
conjunto como si de un mapa anatómico se tratase, surcados aquí y allí por
venas que se antojan ríos.
Ríos de sangre. Torrentes bombeados por un corazón poderoso
y excitado.
Con su gesto característico, se pone en guardia. Adopta la
postura de la grulla... antebrazo derecho ligeramente flexionado, pierna
derecha en suspensión, y brazo izquierdo extendido con la palma de la mano
hacia el enemigo... que son muchos... que son todos.
Venid, venid, miserables, parece anunciar el leve movimiento
de su apéndice izquierdo. Venid, mierdas.
Y cuando el primero se envalentona, sintiéndose seguro por
la masa, una patada giratoria impacta directamente en su mentón. Rueda graderío
abajo. Sus camaradas se muestras, unos segundos, sorprendidos ante el devenir
de los acontecimientos. Jamás antes habían recibido respuesta a sus ataques...
a sus menosprecios... su fea y racial afición a silbar himnos, insultar a
inocentes, menospreciar al que consideran inferior... Han vivido décadas riéndose
de la mayoría silenciosa, infectando su paciencia, parasitando sus buenas
intenciones, abusando de la hospitalidad y la Ley...
Pero siempre hay un día en el que las cosas cambian.
Ha llegado ese día.
Se levantan tres cuando el quejido de la primera víctima se
eleva hacia el techo del Templo, desviando la sorpresa inicial. Uno por la
derecha, otro por la izquierda... el más recio, por la espalda. Golpe. Patada. Bloqueo
y golpe al costado. Los tres valientes se desmoronan sobre sus compañeros que
todavía permanecen sentados, por poco tiempo, pues los valientes en el arte de
silbar están dispuestos a soliviantar el agravio... "uno para todos, y
todos...", pero el shaolín continua con su Danza de la Grulla, repartiendo
patadas acrobáticas, giros, barridos con ambos pies, codazos en narices,
rodillazos a las costillas... sin descanso, acumulándose cuerpos y más cuerpos
de enemigos sobre las gradas.
Se oye un rugido.
Los cien mil hijos de la Bestia se levantan, asustados ante
el espectáculo. Como dice un viejo refrán, los toros se ven mejor desde la
barrera... pero ahora, esa barrera ha caído y el toro corre libre. El shaolín
la ha derribado con su baile de patadas y puñetazos...y la marabunta que hasta
hace unos minutos se regodeaba en su excelencia y perfección racial, ahora se
mira aterrada.
El grito nace de él. Del Dragón. Y es un grito de victoria.
Agarra sus nunchakus y da inicio su coreografía divina...
arriba, abajo, delante, atrás... golpe, golpe, golpe... sangre por doquier,
dientes en el suelo, lágrimas de valientes que acabaron meándose encima...
No.
No es la primera vez que se enfrenta a miles.
Pero él es el Dragón, y un Dragón no tiene miedo ante corderos.
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En pequeño homenaje a Bruce Lee (20 Noviembre 1940 - 20 Julio 1973)
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