Escribo
esta carta sin ánimo de expiación. Mis pecados son muchos… demasiados… Ni
cumpliendo todas las tareas de un Hércules resucitado podría lavar mi corroída
alma… devolverle, al menos, un ligero brillo, un destello de humanidad…
Pero
no. No anhelo el perdón, la misericordia, la clemencia… Escribo estas letras
para que mañana, quizá, sean leídas por aquella madre que aguarda en el valle
de mi infancia, tejiendo a la vera de la lumbre, mascullando canciones mientras
sueña con ese hijo que partió a la ciudad cargado con un fardo de ilusiones y
esperanzas.
Las
mías… y las suyas.
Y
también la escribo para ti… sí, sí, para vos que leéis este último testamento
mío. Me es indiferente que me juzgues, que me odies, que busques mi tumba y
escupas sobre ella. No. Sólo quiero que sepas, que creas, que entiendas que yo,
aquí y ahora, he existido.
Llegué
a la ciudad deseando grandes aventuras, protagonizar los lienzos que colgaban
en los grandes museos, figurar en los noticiarios tras grandes conquistas o
increíbles expediciones más allá del ancho mar… pero pronto me vi arrastrando
el saco de huesos en el que se había convertido mi cuerpo por las más
paupérrimas calles, callejones, tascas inmundas… sin oficio ni beneficio… sin
tutor, sin patrón, sin recomendación alguna… vagabundeando por las avenidas del
puerto mientras recibía patadas de los marinos borrachos o corría delante de
obesos tendederos después de arrebatarles una manzana o una naranja del
aparador de sus tiendas…
Jamás por
vicio. Siempre fue necesitad.
Pero corriendo,
corriendo, acabé tropezando con él.
Ahí empezó
mi descenso a los círculos infernales de los que habló Dante.
De buena
familia, señorial con tierras en propiedad, siempre se mostró anárquico y rebelde
para con la sociedad elitista que lo había visto nacer. Fanático de las ropas
plebeyas y más propias del mercado ambulante de la Plaza Mayor, destacaba
sobremanera su fino y culto lenguaje, amén de unos modales que atestiguaban la
excelente cuna. Tal combinación, provocadora e impropia según las chascarrillos
de la cohorte familiar de amigos y allegados, contrastaba con los sentimientos
encontrados que hervían en los corazones de las mozas en edad de merecer.
El pelo
largo, lacio, negro… su sonrisa pícara… la mirada desafiante… Algo enigmático
desprendía su figura, algo mágico… misterioso… desconcertante… Algo que hacía
que ellas cayeran rendidas a sus pies,
dejando a un lado las estrictas, y caras, enseñanzas de las institutrices
venidas de todos los palacios de Europa. Perdían la vergüenza, las formas, las
virtudes… ofrecían espectáculos denigrantes en el que una o dos jovencitas se
enfrascaban en peleas dialécticas propias de los burdeles de los barrios de las
afueras.
Palabras,
actos, amenazas… situaciones que creía olvidadas, pasadas, recuerdos vagos de
tiempos que había dejado atrás.
Pero él
tenía un juego. Agraciado por la vida aristocrática que su antiquísimo apellido
le había proporcionado, mataba las largas y tediosas jornadas de aburrimiento
practicando un arte que había inventado tras alguna borrachera de esas que
tanto frecuentaba. En silencio, a hurtadillas, se escondía tras las columnas de
los grandes salones de baile, al acecho… buscando y rebuscando a su presa…
aquella, la de más allá, esa de mejillas sonrosadas, virginal, de pechos firmes
y blanca piel de realeza… My fair lady, solía llamarla… para, una vez seleccionada,
lanzarse sobre ella como haría un lobo al olor de la carne fresca.
Unas miradas,
unos gestos, palabras desconocidas por la dama y que hasta la fecha se le habían
presentado como prohibidas… la excusa de un sofoco ante tal expresión de belleza,
la necesidad de una bocanada de aire fresco… el paseo por los jardines en flor…
y la cacería se cerraba con un rotundo éxito. El zurrón, como tantas y tantas
veces, volvía rebosante al hogar.
Una tras
otra. Una damisela tras otra. Un horror tras otro.
Las señoritas,
antaño flor y nata de la sociedad, quedaban atrapadas en la tela de araña que
él había bordado con anterioridad. Un excelente final habría sido el despecho y
el ninguneo, pero las bases de su juego no indicaban nada de eso. Una vez
aguijoneadas, él las utilizaba como peleles, en el mejor de los casos, o como
meros bufones capaces de animar cualquier reunión.
Las burlas,
los excesos, las cartas anónimas hurgando en el dolor de las familias… las
súplicas de unas señoritas que habían perdido todo atisbo de elegancia y honor…
las lágrimas, los robos, la mala educación que imparten las calles… Todo eso lo
vi con estos dos ojos que pronto se apagarán. Todo fue vivido por este
miserable que tanto esperaba y tanto mal hizo. Abortos, proxenetismo, crímenes…
Él
abrazaba posibles y las transformaba en imposibles.
Y yo
miraba, perplejo, sin hacer nada.
No escribo
estas letras con ánimo de perdón. Lo dije antes, y ahora lo repito. Hablé de
aquella madre que espera… o de ti, que lees estas letras… pero, la verdad, es
que da igual a quién vayan dirigidas.
Tan
sólo quería hablar de mí. Un poco. Dejar constancia de que he existido.
Dejar
constancia de que existen personas como yo.
4 comentarios:
Por un problema en la vista que me estoy tratando no leo blogs. Me limito a escribir mi entrada diaria.
Por casualidad, he leído tu post y me has estremecido.
Otra vez.Y poca gente consigue este efecto. Enhorabuena.
Muchas gracias, amic meu.
Bona nit
Asun
Muy BUeno, Como Siempre, Hermano HEREP.
¡Que Siga La JUERGA, Mientras El Cuerpo Y "LA MARCA" AGUANTEN!
Que Cuando Llegue El "DÍA DE LA ESCOBA Y LA MANGUERA, Nos Pille Bien PREPARADOS PARA "LA LIMPIEZA".
Un Abrazo, GENIO.
Un BRindis
Y
¡¡RIAU RIAU!!
Espero que te recuperes de tu problema con la vista, Asun... y que pase esa mala racha, eh!
No te preocupes por leer, o no... y date con manzanilla.
Un abrazo, tarragonina.
Cada día nos sorprenden nuevas miserias, querido Old. Al final la limpieza se volverá eterna y nos llevará años... pero, ¡que no se diga! Ahi estaremos, firmes con el mocho y el ácido que la aniquile.
Un brindis, maestro.
y ¡Riau!¡Riau!
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