Los
abuelos, cuando llega cierta edad, siempre repiten las mismas historias. No sé
por qué será… si a causa de las enfermedades, por culpa de que el tiempo sólo
permite conservar los buenos recuerdos o las malas experiencias… el opresivo
silencio que les atenaza...
No lo
sé… pero mi abuelo, cuando mamá lo arranca de su vacía casa para traerlo a la
nuestra y nos juntábamos alrededor del fuego a tierra, siempre nos cuenta la
misma batallita.
Fue
allá por su juventud, al poco de haberse casado con la abuela, que nos observa
desde el Cielo. Yo no la conocí, pero mi hermana me cuenta anécdotas que
recuerda con no mucha claridad. Algo relacionado con caramelos, pellizcos en
las mejillas y un pelo “a rebosar de laca”, que no se movía ni bajo la más
perfecta de las tormentas. Supongo que será verdad, aunque las muchas fotos que
guarda mamá no corroboran tal horterada.
Todas
parece muy normales, la verdad.
Tal y
como fue toda su vida… dentro de los cánones… tal y como era aquella época que
les tocó vivir. Álex, mi abuelo, y Judith, mi abuela, se casaron con
veinticinco años recién cumplidos. Como sucede con las jóvenes parejas, todo
eran ilusiones y proyectos… que si compraremos esto, que si iremos de viaje a
aquella isla, los niños, el perro… la vida, que gira y gira como los caballos
de un tiovivo…
El
abuelo habla poco de aquellos días, y de aquellos sueños… a veces, si le
pregunta mi hermana pequeña, más irreverente que nosotras… con más desparpajo,
haciendo uso y abuso de ser el ojito derecho del abuelo...
-
Aquella tarde…
Así
empieza. Mis hermanas y yo nos miramos, nos estiramos sobre la alfombra y nos
disponemos a escuchar ese monólogo que podríamos recitar de memoria. Una tarde…
una tarde lluviosa… una tarde lluviosa de primavera en la capital, Madrid,
donde mi abuelo y mi abuela, sin equipaje y con lo puesto, habían ido a
manifestarse ante la supuesta sede de la soberanía nacional… el Congreso de los
Diputados, en la calle de San Jerónimo, creo que se llamaba. Asqueados por la
situación que vivía España desde hacía largos años… aquella época que en los
libros de clase se conoce como Transición y Democracia… se prepararon unos
bocadillos, se montaron en el AVE y pusieron rumbo hacia la Villa, donde
multitudes de iguales estaban ya caldeando los ánimos para aquella marcha que
se presuponía como “histórica”.
En el
libro de Historia de Irene hay todo un tema en el que se habla de aquellas
jornadas. Dentro de dos años, cuando llegue al último curso, podré deciros más.
Ahora tendréis que conformaros con lo que releí un día y con lo que explica mi
abuelo.
¡Información
de primera mano, eh!
Él estuvo allí.
Y lo
vio… todo…
Ahora
lo miro, después de tantos años, y parece que sigue viéndolo. Hemos escuchado
esta batallita cientos de veces, sino miles, pero seguimos sin cansarnos de
oírla. Quizá se deba a que cuando el
abuelo habla de aquel día… no sé… es algo ligero, una sensación mía, tal vez…
pero parece como si su mirada brillase de nuevo, cegada como está por las
cataratas. Me recuerda… es algo como si… no me creeríais, pero parece como si
la abuela estuviera aquí, delante de él, a pesar de tener los ojos cerrados…
recordando… los dos andando por las calles de Madrid… los dos cogidos de la
mano, con las mismas ilusiones que albergaban aquella mañana que se dirigieron
al altar…
Su
mirada, su leve sonrisa… mi abuelo recupera el brío de la juventud perdida. Su
voz cambia, se vuelve grave, masculina, protagonista… Nos describe la legión de
policías que aguardaba delante de ellos, tras las barreras metálicas que el
Gobierno había colocado en las calles aledañas al Congreso… “el puto Congreso con su horda de ratas
dentro”, escupe preso por la rabia… Cientos de ellos, miles, resguardados
tras sus cascos, sus escudos, sus porras… en formación defensiva, ahora, u
ofensiva, más tarde.
Y allí,
ante ellos, mis abuelos. Rodeados de iguales… jóvenes, viejos, adultos,
lisiados, trabajadores, parados… del Norte, del Sur… instruidos y analfabetos…
todos juntos, en silencio, aguardando el chispazo primero… la provocación
última… enarbolando banderas que hasta hacía apenas unas horas habían estado
escondidas en lo más profundo de los armarios, relegadas por ese miedo abstracto
e incomprensible que los había dominado durante la época que estaba a punto de
finar… ese miedo que quedó en el andén, allí en Tarragona… o en Cartagena,
Cáceres, Oviedo, Sigüenza, Bailén… Miedo olvidado justo poner el pie en el tren
que llevaría a las legiones de hombres libres ante la sede de la Soberanía
Nacional.
Miedo
vencido.
La
noche iba cayendo, niñas… nos cuenta, y mis abuelos siguieron allí, sin
moverse, ante una policía que, minuto a minuto, se veía más nerviosa… más
descolocada… sofocada por el calor de las corazas y las protecciones, inútiles,
pues no volaban vasos, ni piedras, ni insultos. Nadie se meaba en las botas ni
amenazaba a hijos, nietos o hermanos. No sonaban petardos, no gritaban
petardos, no explotaban petardos.
Sólo
retumbaba el silencio.
El
silencio y, de mucho en mucho, los aplausos que anunciaban la llegada de otro
bastión… otro regimiento de ciudadanos hastiados. Ahora parados ahogados por el
Sistema, ahora ciudadanos oprimidos por la deriva de unas minorías fascistoides
que querían echarlos de su tierra basándose en olvidados derechos de pernada de
la Edad Media y dudosos estudios científico-raciales… ahora partidarios del
derecho a la Vida… después asociaciones de Víctimas del Terrorismo, las más
aplaudidas y honradas… liberales que reclamaban el sometimiento de la Hidra
Estatal de 17 Cabezas Autonómicas, derrochadora donde las hubiere, amén de
diputaciones, mancomunidades, comarcas, veguerías… También se recibió con
aplausos a los sindicatos independientes los cuales, a pesar de ser día
laboral, se habían escapado unos minutos de su trabajo para asistir a la Gran
Marcha… sudorosos, apestosos, honorables…
Por una
callejuela aparecieron quienes reclamaban una Justicia ciega y ecuánime. Por
otra, los que clamaban por la Reforma Electoral… un español, un voto… Allí,
quienes exigían listas abiertas y representativas… atrás se leían pancartas de
aquellos que mandaban a tomar por saco los designios de esa “Uropa” masónica y oscurantista…
Pancartas en pro de una Educación y una Sanidad acorde a los impuestos que se
pagaban; a favor de la abolición de la Ley del Menor, el cumplimiento íntegro
de las penas, la instauración de la Cadena Perpetua, el fin de la Cultura de la
Subvención Pública…
Mi
abuelo, a pesar de los años, recuerda todas y cada una de las corrientes que se
juntaron aquella lluviosa tarde de primavera. Las enumera una a una, con fervor
casi religioso, pues “aquellos que nos juntamos allí, con nuestras
reivindicaciones todas, lo hicimos posible, niñas. No eran sueños fruto de una
resacosa noche de verano, mis tesoros, no. Aquello era lo justo… lo necesario… lo
que sí tiene nombre… todo lo contrario a lo que habíamos tenido hasta la fecha.
Nos quitamos la soga del cuello, pequeñas, y acudimos a la cita con la
Historia. Ahora estáis aquí gracias a ese paso. Un gran paso que, ahora, viejo
y tembloroso, volvería a dar con gusto”.
Eva, mi
hermana pequeña, no está tan acostumbrada como nosotras. Cuando el abuelo llega
al clímax de la jornada, su boca se abre sorprendida, imaginando vete tú a
saber qué. Es pequeña y sigue soñando con dragones y princesas encantadas en
busca de su príncipe azul. Todo le sabe a cuento de hadas, y así reacciona.
Pero,
en verdad, aquello tuvo que ser digno de una epopeya griega…
…
porque allí, en aquellas plazas a rebosar de ciudadanía anónima pero
comprometida hasta el tuétano, se obró el milagro que derruyó los pilares del
Régimen. El silencio pudo más que todas y cada una de las palabras. La mirada…
el compromiso… la voluntad de una Nación… pudo más que las caducas leyes de los
hombres corruptos y la Policía, el bastión con el que la Casta se creía
invencible e inalcanzable, alzó sus viseras y su rostro relajó el ceño en una
sonrisa de camaradería.
- Allí…
en aquel momento… vuestra abuela y yo nos volvimos a agarrar de la mano. Nos
miramos y bajo aquel silencio que amenazaba con saltar por los aires en
cualquier momento, nos besamos. Habíamos dejado de soñar, niñas, pero nuestras
piernas recobraron las fuerzas con las que antaño empezamos a caminar. De nuevo
libres.
He
escuchado esta historia infinidad de veces, pero siempre lloro cuando acaba.
Siempre. Mi abuelo también. Estoy convencida de que él la ve, allí, junto al
sofá, haciendo media mientras nos mira de reojo por encima de las gafas, en su
mecedora. Lo veo en sus ojos… en ese brillo de blanca luz, justo al lado del
resplandor rojo anaranjado.
Ese, el
naranja, también es un brillo de recuerdo… de libertad… de fuego.
Aquella
tarde… aquella lluviosa tarde… una lluviosa tarde de una primavera cualquiera… el
fuego desquebrajó el tenso silencio que imperaba en la Villa con la fuerza de
un trueno y, alabado sea Dios, ese fuego purificador convirtió el Congreso… la
“corrupta sede de la Soberanía Nacional”…
en un amasijo de restos calcinados, cenizas y olvido…
… y
todo lo de antaño, toda la vergüenza del pasado, quedo convertida en eso… una fábula… un recuerdo… una batallita
de mi abuelo.
4 comentarios:
¡¡¡Oye Herep, me he quedado sobrecogida!!!
Te superas de día en día.
Una lectura gratísima, muchísimas felicidades y gracias.
Te abraza emocionada
Asun
Esos abuelos, cuando eran jovenes fueron los que nos metieron en este jaleo.
Ellos son los que con su voto legitimaron el estado de las autonomías y toda esa basura
Ellos son el empezose de este acabose
http://lapoliticadegeppetto.blogspot.com.es
Muchas gracias, Asun.
Veía la manifestación en la TV y pensaba cómo podría ser y en qué se había convertido...
Pero bueno, ya llegará el momento, ya.
Geppetto,
Lo sé, lo sé... y he discutido muchas veces con mis padres por el tema de la locura que les dio con el "libertad, libertad, sin ira, libertad"... pero el escrito no hace referencia a los abuelos del ayer, sino a los del mañana.
Yo, cuando sea abuelo, querría poder explicar esa historia... decir que, nosotros, derrocamos el maldito Régimen del 78.
A veces escribo y no acabo de aclarar las cosas.
Lo siento.
Un abrazo.
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