Yo tenía un sueño de España… pero ese sueño murió hace tiempo. El que me acunará esta noche, será mejor. Mi guía en los Años Oscuros. Y vivirá por siempre jamás. Ej12Ms

23 abr 2011

El circo de la F1


Justo en la línea. Las ruedas están calientes, pegajosas, paradas justo en la línea.

La parrilla de salida esta lista y Fernando Alonso milimétricamente colocado, en su posición, con las ruedas perfectamente alineadas, esperando que la última de las luces rojas se apague. El ambiente está plagado de una mezcla fuerte de olores a combustible, sudor, calor… A través de su espejo retrovisor puede ver los llamativos colores de los coches que se encuentran a su espalda esperando, amenazantes, la señal para abalanzarse sobre él. A Fernando se le antojan muy distantes. Por el rabillo del ojo no ve nada. No mira por el rabillo del ojo. Ya sólo mira hacia adelante.

Le parece curiosa esa calma. Le envuelve el silencio, aunque sabe que nadie guarda silencio en esos momentos. Los ingenieros de pista le recuerdan las consignas a seguir justo tomar la primera curva, mientras su ingeniero en jefe le da las últimas indicaciones, agitando los brazos tras el muro. Todo es mecánicos corriendo por los bóxers, comisarios de pista hablando por los walkies y espectadores tocando esas bocinas de gas tan ruidosas. Ese silencio que le envuelve es irreal. Imaginaciones suyas.

Allí delante tan sólo está el asfalto. Casi un kilómetro de negro asfalto y después, ciega, una curva de izquierdas. Son unos metros, pero significan mucho para Fernando.

Había llegado a la escudería Ferrari estando ésta en la cúspide mundial. Era la marca del cabalio rampante, la suya: la escudería por excelencia dentro del circo de la F1. La que dibuja sus coches con ese rojo vivo, fuerte, predestinado a la victoria. Un destino forjado a base de años y de esfuerzo, con tantos campeonatos a sus espaldas que incluso era difícil recordar cuándo y cómo se había producido la primera de las celebraciones bañadas en champan.

Y él era el piloto. El as destinado ya desde la cuna a sentarse sobre uno de esos bólidos rojos. El domador de aquella fuerza bruta que descansaba a sus pies, esperando que tirase de las riendas, que amaestrase esa negrura salvaje. El ungido por la mano de un Dios en el que no creía, pero que le había otorgado el don de pilotar aquella nave, aquel amasijo de fibra de carbono, aluminio, titanio… Su carrera fulgurante le había llevado, de la nada, a poseer el asiento que ahora mismo ocupaba, allí, sobre el asfalto, perfectamente alineadas las ruedas, esperando dejar atrás a todos sus oponentes, tal y como había soñado infinidad de veces.

Las semanas anteriores habían estado plagadas de contradicciones, dudas, especulaciones, enfados, discusiones… La carrera, y lo trascendental de la misma, llevaba ya tiempo en el horizonte. Todos sabían lo que se jugaban en ella: los patrocinadores, los mecánicos, los ingenieros, la escudería… los trabajadores de la fábrica, allí en sus casas… la afición, que tanto esperaba del piloto…

Había discutido un par de veces con su jefe de ingenieros, cuya fe en él había flaqueado, víctima de las informaciones que habían aparecido escritas en varias revistas de referencia, o se había mostrado dubitativo ante las mejoras que habían ido acoplando al monoplaza. Al igual que todos los demás equipos que formaban parte de aquel circo, la escudería Ferrari también había mejorado su bólido con varios difusores nuevos, unos fondos planos menos pesados y varias evoluciones del motor. Fernando Alonso lo había supervisado todo, aplicando sus conocimientos divinos, subiendo un poco de aquí, bajando la resistencia un poco allí.

McLaren y Toro Rosso, escuderías también punteras, habían preparado un coche ligero, frágil en algunos aspectos, pero con un elevado equilibrio en la relación velocidad-paso por curva, lo que los hacía temibles. Habían realizado un gran estudio de la pista y de las resistencias aerodinámicas, con infinidad de planos, estudios y pruebas en los túneles de viento. Dicen las malas lenguas que las reuniones entre los ingenieros, mecánicos y piloto fueron elevadas en número y duraban hasta altas horas de la madrugada.

En la escudería Ferrari no sucedió nada de eso. Las discusiones entre el jefe de ingenieros y nuestro piloto no pasaron del tiempo necesario para degustar un café después del almuerzo. Todas las preguntas y dudas del técnico fueron respondidas con la sapiencia del piloto hasta el punto que, la existencia de las mismas, fue olvidada por el ingeniero. Era tal la dialéctica de nuestro timonel que cualquier oyente no podía más que dibujar un semblante de incredulidad en su rostro, y avergonzarse por no haberse dado cuenta antes de la ridiculez de sus dudas.

Así era nuestro Fernando Alonso.

Y aquellos que no comulgaban con sus palabras, aquellos que no se plegaban ante sus exposiciones, ante su dominio de la tuerca, esos eran los que no amaban a Ferrari. Eran los negativos, los tristes, los hijos de los años oscuros… los antipatriotas.

Se apaga el semáforo.

Se rompe el silencio imaginario. El bramido de los coches destroza el aire... pero las ruedas siguen pegadas, perfectamente alineadas. Sus ruedas permanecen perfectamente alineadas.

Su Ferrari sigue parado y el jefe de ingenieros todavía agita los brazos, al viendo, de forma diferente, mientras un chivato arrinconado en el volante parpadea en amarillo.

Marca avería.

… y por los retrovisores ya no se ven los demás monoplazas.


Sustituir:
· Escudería Ferrari = España
· Ingenieros = Lógica
· Fernando Alonso = J.L. Rodríguez Zapatero

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