Era el último día de vacaciones y como tenía tiempo antes de
embarcar, decidí pasear por las calles abarrotadas del centro. Había mercado.
Tenderetes donde comprar artesanías de comer o de lucir, vendedores
extravagantes con pañuelos fucsia en el pelo, el olor del pan hecho en hornos
de leña.
En una de las paraditas, al sueño del incienso, contemplando
un cristal de botella de cocacola que según la jovencita de la blusa blanca
abrochada hasta el tercer botón había de ahuyentar los fascinerosos que
anduvieran a mi alrededor, escuché por primera vez la historia de Plubio, uno
de los pocos sabios que había criado la tierra agreste que estaba a punto de
abandonar rumbo a la rutina de los días hábiles.
Según creí entender, aquel Plubio vivió hace mucho, durante
los años dorados de la civilización, y a pesar de haber nacido en un arrabal húmedo
y deprimido, llegó a ser consejero del mismísimo emperador. Hay hombres que han
sido tocados por un dedo divino. Plubio fue uno de ellos. Autodidacta, suplió
su falta de posibles con una motivación desmesurada. Estudió la física, la
astronomía, fue médico en un hospicio de desheredados, dominaba la gramática y
tradujo de lenguas muertas la filosofía de los clásicos.
Todas las mañanas caminaba mil pasos por el campo que rodeaba
la urbe. Solo. Pensativo. Alegre. Nunca hizo desprecio a quien se acercara a él.
Todos lo saludaban... ¡Buenos días, Plubio! Buenos días tenga usted,
Espartaco... y los chiquillos, correteando a su alrededor, no descansaban
hasta que no repetía una y dos veces la coletilla que le era tan característica.
Fue durante los años cuidando a leprosos y demás
desarrapados en la malatería de la calle de las causas perdidas cuando empezó a
hacer uso de ella. Fue tras comprobar la verdad que se escondía en ella. «Todos
mienten», decía. «Dalo por seguro: todos mienten; no hay verdad más cierta», y
los sifilíticos sentían la vergüenza provocada al ver descubierta su falsedad
al enumerar la sintomatología del mal que los aquejaba. Jamás creyó la excusa
de las adulteras o la justificación del vicio mediante embrujos ni
supersticiones.
Con escarbar una pizca, el pus sale a la vista.
El sabio Plubio, una cálida noche de verano, después de una
cena con su amada al son del arpa, se suicidó cortándose las venas con un
afilado estilete. El anochecer había sido limpio y las estrellas iluminaban la
dicha del final.
Dicen que dictó una nota que su esposa dejó escrita en un pergamino.
El tiempo y los hombres, sin embargo, han emborronado las letras y prostituido
el significado, pero aquel que quiera saber el porqué de tal desgracia no deberá
alejarse mucho de el lema que impregnó todos los actos de su vida, ni
apesadumbrarse demasiado.
... todos mienten, muchacho...
... todos mienten para justificar los aterradores miedos que
los atormentan. Lo hacen los senadores para camuflar su incompetencia; la
autoridad cuando excede de sus funciones al amparo de la soberbia; los hombres
santos al ver peligrar sus privilegios; la más ruin de las ratas miente
disfrazando su dentellada ponzoñosa; la más esclava de las ovejas no duda en
engañarse intentando escapar de los problemas -de la vida- haciéndose la muerta.
Todos mienten para salvaguardarse de un mundo que no comprenden pero que
consideran injusto, ingrato, usurpador de la felicidad que merecen... y cuando
mueren, cuando la noche cae fría y a destiempo sobre los cuerpos inquietos, la
mentira ha anidado de tal manera que los años vividos apenas se distinguen del
espejismo que han cultivado en ellos durante el tiempo que les ha sido dado.
Plubio escapó de la falsedad que se abre más allá de él, el
amor y la armonía sin letra.
Lo hizo en paz, alegre, imbuido por la misericordia.
Sus días vividos no se desvanecieron hasta cerrársele los
ojos.
1 comentario:
Hoy lo has bordado,un post con mucho significado politico y metafisico.Siempre envidiare tu forma tan facil de toma un tema y darle ese toque tan humano,un saludo desde Las Antipodas.
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