Instrucción pública

No tengo por costumbre salir de cuartel una vez el Sol inicia su declive. Nada bueno encontrarás cuando la luz se atenúa; nada hay que te haga bien pasadas las nonas, tan solo virtud impostada, barras americanas tragaperras, vicio a más de doscientos decibelios, y, como regalo último, los terribles rescoldos de la resaca infinita. Pero ayer, empujado por una fuerza invisible que no sabría catalogar, me vi apoyado en la barra de una taberna barata, un cuchitril cochambroso, perdido entre las corrientes de una jarra de cerveza caliente en cuyas profundidades pretendía hallar el porqué de tanta náusea rodeándome, la razón de tamaña impostura de gobiernos llamándose estadistas y liendres presentándose como políticos.... y, mientras me ahogaba en el dorado líquido, a dos escupitajos a mi izquierda, dos palanganeros de lo público, descansados tras su jornada de siete horas (moscosos incluidos), brindaban eufóricos por la conversión de interino a funcionario, privilegios inclusive.
- Brindemos por la clase trabajadora. Adiós a la servidumbre. Bienvenida, libertad...
... decían entre trago y trago de güisqui escocés de cuarenta democráticos años los hijos bastardos de la mejor generación que dio nunca España.
Tras oír la soflama, decidí malgastar mi última bocanada de aire bajándome a lo hondo, al rincón más apartado de la fosa abisal del líquido elemento, y, diluido en alcohol y resignación, preguntar para qué, la libertad, miserables... ¿libertad? ¿Libertad, para qué?
Ahí sigo, rodeado de sirenitas, caracoles manzana y el cadáver, ultrajado, del capitán Nemo. Me creí perecer y ha resultado que, en la profundidad del abismo, todo es una fiesta.
Lejos del mundanal ruido, de la agitación y propaganda y mentira... ahí reside la verdad, los hechos, la Historia, la verbena de los irreductibles.