Los lennonistas, y los Lolos. Éste, prejubilado de la
industria química, restaura coches antiguos en el taller que montó en su
cochera. Hay llaves alienadas plateadas, martillos de todo tipo, el aparatejo
láser que su hijo -peón de seis a dos en la industria química- le regaló para
su aniversario, lijas suaves, un taladro con batería de litio. Bajo una lona,
el cuatro latas que ha estado puliendo durante los últimos seis meses. La chapa
recia de la carrocería, la dificultad para ajustar los palieres, el cigüeñal
sencillo pero robusto. Cerrar los ojos en el asiento del conductor y abrirse
ante el Lolo la ilusión de los trayectos que realizaba con su amado viejo, allá
en su infancia, una escapada fugaz al viejo faro del cabo, un destello
nostálgico de un momento feliz. Sentado en el asiento del conductor, al otro
lado del parabrisas, el mundo pasado.
El mundo imposible.
Hay días en los que Lolo, en vísperas de las vigésimo
segundas jornadas autonómicas de amigos y amigas del cuatro latas tuneado,
cambia el programa ese de la TV en que unos barbudos hacen motos con latas,
hojea fugazmente la portada de un diario desparramado sobre la mesa del rector
de la facultad, atiende excitado una conversación anónima que tropieza con él
entre Callao y Paseo de Gracia. Es un instante, apenas un despiste
improvisado... pero suficiente para que el azote eléctrico de la ofensa hiele
sus huesos. Ahí hay muertos atropellados en el mercado, despojos acribillados
mientras comían un cruasán, amenazas desvergonzadas de enemigos declarados. Hay
estudiantes abrasados, cuerpecillos degollados, hay mil mentiras y media verdad
prostituida por enjambres de cerdos revoloteando alrededor del teleprompter del
canal veinticuatro horas, información en riguroso directo, carroña cultural
hasta la intimidad de su alcoba. Disfrute con nosotros.
El Lolo de esta historia no es excepción. También se siente
agraviado por este mundo raro en el que las caprichosas disposiciones genéticas
del bigbang le hicieron nacer. Ofendido merced a la máscara con que los hijos de la
Bestia disfrazan la naturaleza de los hombres y su destino funesto, blasfema en
la tasca gritando que su reino no pertenece a este mundo naturalmente raro,
sino al otro, el posible y palpable, ajeno a los pecados del ser y dichoso en
la gracia del sentir. Esa realidad que se distingue más allá del parabrisas de
la vieja tartana con la que atraviesa, por carreteras zigzagueantes de la costa,
los domingos de guardar.
A eso le reza. A no conocer otra verdad que la que creen ver
sus ojos.
A que el velo no caiga hasta después de venida su muerte.
Están los lennonistas, y quienes ni ven, ni oyen, ni son.
Están los lennonistas, y quienes ni ven, ni oyen, ni son.
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