Una tarde, mientras caminaba por la playa armado con mi
detector de metales buscando monedillas, pisé un surco, tropezando y cayendo
por un oscuro agujero que en el suelo se abrió, engullido por la negrura más
tenebrosa en rápido descenso a los infiernos inalcanzables de la razón pura.
Dieron mis huesos contra el suelo, magullado por entero, y
abriendo los ojos al nuevo plano en el que me hallaba, contemplé que a mi
alrededor se cernía la misma playa, idéntica mar azul y salada, boca abajo las
dos extranjeras que al Sol se tostaban.
Azucé la mirada, fijé mi atención en los rostros que
pasaban, y, erizándose el vello desde los tobillos hasta la cúspide de mi
techada, comprobé azorado que ninguna de aquellas caras la lógica amparaba.
Eran jóvenes las facciones de la anciana que su perro paseaba, no más de quince
años la tez del taxista que aguarda ojeando un diario en la parada, ahora un
guardia urbano juguetea con un diente de leche, enfrente querubines organizan
un campeonato de petanca, imberbes los trabajadores barbudos que salen de la
fábrica...
Descubro que el tiempo no avanza, más bien parece que todo
retrocede. Los años sucumben en una repetitiva cuenta atrás, las carnes
temblorosas se comprimen en los muslos de las parturientas, los pechos se
elevan, las canas oscurecen, los niños ya no nacen y los hombres rejuvenecen,
infantiles, visten chichoneras, pantalones cortos y baberos con los que
enjuagar las perfumadas babas que pringan la papada.
El cielo azul, ni rastro de agujero, dimensión desconocida,
realidad infantil, mundo imaginario en el que vivo preso.
Los nuevos infantes interactúan, juegan a olvidados juegos,
ahora corren ellas, ahora las persiguen ellos. Ríen, alegres, desechando
miedos, asaltando fuertes improvisados, asaltando puño en alto los cielos. Todo
es posible, soñar no tiene precio, bajo los adoquines negros que sembraron los
viejos está la playa contra la que dieron mis huesos.
«Sí se puede», gritan como si acabaran de salir en
estampida del colegio; «el futuro es nuestro», responden al unísono los
niños de este extraño mundo de necios.
Tras los árboles verdes de los bosques nuevos corren
persiguiendo un fantasma que recorrió Europa en otros tiempos; una profesora
disfrazada de joven taza sirve te invisible a los infinitos sedientos que amparó
con los brazos abiertos, un escriba vestido de búho inventa derechos con los
que encender los odios y adormecer el desaliento, un bufón con colores de
banquero reparte billetes a un interés loco del cero por ciento. Los hombres-niño
corren, bailan y juegan, cantan y abrazan a papá y mamá a quienes juraron amor
eterno durante los días de la Revolución de Invierno.
«Esta noche leeremos un cuento, y mañana, en el gimnasio,
la legión de pedabobos os emplazará a ver cómo, de una habichuela, brotan todos
los conocimientos necesarios para que podáis votar».
Y el presidio imaginario en el que me he visto acotado
mientras buscaba monedas perdidas con las que ganarme la vida, a mi alrededor
se fue comprimiendo, asfixiando toda posibilidad de evasión, encerrado en un
mundo imaginario de hombres-niño que han de segar las malas hierbas usando
guillotinas de otro tiempo.
Dicen, quienes saben de estas lides, que este es el país de
las maravillas...
... y maravilloso será que conserve la cabeza.
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