¡Cuídense, soldados!
Cuídense, y caben hondo sus agujeros si no
quieren ver cómo desaparecen sus cabezotas.
La artillería enemiga avanza, rechinan las cadenas que la
acercan cruzando las colinas, los valles, las afueras de la gran ciudad. Pronto
un terror helado silbará mientras asciende para dejarse caer entre nosotros, que
contenemos respiraciones y plegarias a la espera de escuchar el estallido de la
piñata.
La conocéis. Os hemos hablado de la potencia de sus piezas bien
pulidas, el daño de sus golpes indiscriminados, la entrega de los fanáticos que
sirven las armas; sabéis a qué hemos de atenernos.
¡Ya se oyen, soldados! ¡Apretujaos en vuestras zanjas!
Nos han dejado solos; lo que creímos a nuestra espalda se ha
desmoronado en la más humillante inoperancia, el Cuartel General ha
implosionado en mil nervios de fuego amigo... pero, seamos sinceros: no esperábamos
más. Palabras en el aire, leyes ingrávidas, intenciones incapaces de segar
extremidades como hace el terror de muerte que ha de llover de un cielo tan
plomizo.
¡Cuidaos, monos! ¡Ahí fue el primero!
La artillería escupe fuego sobre nuestras cabezas, barren las líneas con su martillo pilón, acompasado, rítmico dos por cuatro que
convulsiona la tierra misma; derrumba las fortificaciones que la tradición erigió
en nuestros corazones, siega las piernas a los héroes venerados por nuestros
antepasados... arrasa con el legado de la Historia, el presente nuestro y el
futuro de los hijos.
¡Cuídense, soldados! ¡Aprieten el culo contra el agujero!
¡Ya caen, ahí vienen!
¡Coraje!
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