... pero recuerdo muy bien su imagen, de espaldas, mientras
se alejaba dejándome en un andén abandonado de la estación de la Tarraco
imperial, tirado como una de las colillas del tabaco que solía fumar.
Montaba su scooter, una Typhoon cosida a pegatinas que le
escamoteó a su hermano, y enfiló la cuesta del Anfiteatro regalando a los
viandantes una sinfonía de estallidos y humo escapados de un tubo quemado y agujereado.
No se giró ni una maldita vez, y yo, que tanto esperaba volver a ver su cara, corroboré
la gravedad de la pérdida, de imposible sustitución, una entre un millón.
Cabizbajo, amanecí allí sentado, helado como un pájarillo que cayó del nido,
toda una vida imaginada hecha ruinas.
Tenía el pelo cortado a rape, unos ojos grandes y un valor
innato y explosivo.
Jamás fue temeraria, pero nunca desistió ante los avatares que iban apareciendo en nuestro camino. Te miraba con una seriedad tristona, como si el ser valiente fuera una obligación para ella, resignada a estar siempre en la primera línea del frente, en plena lucha, y no había nada que la parara, fuera un brabucón beodo, una horda de camellos o el joputa de su viejo, escoria de la peor calaña, miserables que marcan sus fracasos en la piel de sus hijos. Una tarde, pero, al llegar a casa drogado ella respondió echándole abajo los dientes de un palazo, y aquella noche vino a despertarme con el ring-ring de su bicicleta, subió trepando por el árbol que crecía en el jardín trasero de la casa de mis padres y, mientras fumábamos sus cigarros, me enamoró con las aventuras de la nueva vida que se abría ante nosotros.
Jamás fue temeraria, pero nunca desistió ante los avatares que iban apareciendo en nuestro camino. Te miraba con una seriedad tristona, como si el ser valiente fuera una obligación para ella, resignada a estar siempre en la primera línea del frente, en plena lucha, y no había nada que la parara, fuera un brabucón beodo, una horda de camellos o el joputa de su viejo, escoria de la peor calaña, miserables que marcan sus fracasos en la piel de sus hijos. Una tarde, pero, al llegar a casa drogado ella respondió echándole abajo los dientes de un palazo, y aquella noche vino a despertarme con el ring-ring de su bicicleta, subió trepando por el árbol que crecía en el jardín trasero de la casa de mis padres y, mientras fumábamos sus cigarros, me enamoró con las aventuras de la nueva vida que se abría ante nosotros.
Era una heroína.
La primera que conocí.
Ahora, hoy, cuando miro alrededor en este mismo andén en el
que sigo clavado, no distingo a ninguna que se le asemeje. Ni tan siquiera un reflejo, un destello, el recuerdo de un aroma.
En estos días proliferan las guerreras caducas, amazonas que vociferan y
hacen aspavientos al amparo de la garantía social de la corrección política tan reída en el programa puntero de la TV,
heroínas que revisten sus acciones con el manto de la épica postmoderna, pura
copia, desfasada impostura, divina insignificancia. Son las mismas que insultan
a quienes jamás harán gesto de defensa o a los que están lejos, incapaces de
darles réplica. Escupen veneno de víbora, hieden a vejez rencorosa y a su alrededor todo
es revolotear de polillas mohosas, perdidas en un tiempo que se les
atragantó en mitad de un esófago purulento.
Son las defensoras del más rancio progresismo descafeinado de hoy, las más
sectarias del género del mañana, cuando deban acatar la lista de las madres que
han de limpiar los colegios de sus hijos confeccionada por la lideresa del caserón. Paladines de la igualdad que inventan
aparcamientos diseñados y reservados para las hembras, lujosamente acondicionados con los establecimientos típicos de su vaginal condición. Peshmergas de plastilina arengando a los milicianos sudorosos que violan monjas, vilipendiando a la honorable jueza que viste con la falda demasiado corta o asaltando embajadas abandonadas prestas a profanar la bandera que les garantiza su nauseabundo comportamiento. Son las espadas de la liberación del hombre nuevo al asalto de las capillas silenciosas y los camposantos olvidados, armadas con su sujetador o libres las ubres al viento, miccionando entre dos carretas de bueyes. Es Juana de Arco fumándose un puro con los labios menores, María Pita profanando la tumba de sus antepasados rosario en mano, Agustina de Aragón enfrascada en el burka de la rendición sumisa disfrazada de libertad y democrática paz pluscuamperfecta.
Sí... le perdí la pista mientras desaparecía Anfiteatro arriba montada en su Typhoon... pero existió, y ella era lo que yo quería.
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La Mala también lo sabía, y te lo dará en la Sala X.
Sí... le perdí la pista mientras desaparecía Anfiteatro arriba montada en su Typhoon... pero existió, y ella era lo que yo quería.
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