Gascón es un mozalbete venido al mundo en el desierto
mesetario conquense. Por las mañanas, al salir al balcón para desperezarse, frente
a sus ojos no hay más que la nada dibujada de color terruño: insignificantes
árboles, polvorientos caminos, campos resquebrajados como la cerámica de un
roto jarrón.
La brisa le agita el pelo. Refresca. Pronto entrará el
viento del norte, y con él el frío tan típico de estas tierras malheridas y
abandonadas que ni tan siquiera cuentan con un triste poeta que las torne
inmortales como a su vecina soriana. Volverán, también, las grullas a ocupar su
residencia vacacional, al otro lado de la charca del Tomás, pavoneándose con
sus largas piernas y sus cuellos frágiles como el más refinado cristal de los
príncipes belgas, desfilando unas detrás de las otras, volando en formación
cerrada.
El chaval, Gascón, perdió la chaveta tiempo atrás. Una vida
de penitente espera en el centro exacto de la más incomprensible de los vacíos
tiene estos efectos en la psique de los hombres. Unos, presa del delirio que
provoca la desazón y el abandono, suben a los árboles o prenden fuego a los
graneros del vecindario; otros, más prácticos, agarran las maletas y ponen
rumbo a la gran ciudad, esperanza vana, como pronto comprenderán en sus propias
carnes.
Al mozalbete, en cambio, le dio por las grullas. El día de
su décimo aniversario le regalaron unos prismáticos de cuatro aumentos traídos
desde la capital... ¡Ooooohh, la capital!... y aunque en un primer
momento no encontraba qué mirar con ellos, pasados unos días fueron llegando
las primeras bandadas a los humedales cercanos. Saltó la chispa de la
curiosidad, después la sincera afición, un poco más tarde la obsesión
compulsiva y, rematando el combinado estepario, la esquizofrenia paranoide.
Incluso su propia habitación recuerda, para desgracia de sus padres, el nido
caótico de un pájaro... y es que Gascón, de la grulla ibérica, todo lo sabe,
todo lo ha leído en libros o por La Red, ha visto videos en descarga directa,
briconsejos faunísticos grabados por frikis caza-ovnis y ha alcanzado un
dominio tan exquisito del lenguaje del ave que los sábados después de la siesta,
en la venta de Loles, los cuatro parroquianos de la aldea pasan la tarde
preguntándose cómo es posible que un hombre píe.
Esta tarde me he cruzado con él, y en su mirada he visto un
brillo extraño.
La aldea lleva, he de reconocerlo, varios días revuelta,
todo gracias a un rumor que se viene aireando en la venta desde el pasado martes,
día en el que viene el cartero desde la ciudad. Ni la pólvora corre tan rápido.
Apenas cinco minutos después todos susurrábamos en voz baja... ¿Has oído?
¿Será verdad? Yo del cartero, no sé si será de fiar... y no hay más
conversación durante la cena, tampoco al caer la noche. Los lechos están
silenciosos, todos piensan -también Gascón- qué tendrán de cierto las palabras
del cartero a lomos de una bicicleta.
No van a construir las piscinas esas.
Las piscinas esas, os digo, es como se conoce al ATC por
estos lares, y mencionar el ATC, aunque sea en un renuncio, hace que las
ancianas se santigüen violentamente, asustadas. Las viejas son sabias,
forasteros; ella han visto muchas barbaridades, han escuchado demasiadas
palabras gruesas, han conocido gentes que dejarían pequeño al mismísimo diablo,
las viejas de la aldea. Hubo un día en el que llegó un extraño muy bien vestido,
alto, guapo, elegante, con el pelo largo, unas trenzas muy gordas y raras...
amabilísimo, siempre atento con nosotras... Malo, le dije a la Ramona,
¿recuerdas? Algo me huele raro, pensé para mí, y el chico nos estuvo explicando
que el Gobierno quería hacer unos agujeros donde tiene las tierras el Chacho, y
que los llenaría de agua y dentro metería una basura muy mala y peligrosa. Dijo
que eso nos mataría a todos, que envenenaría nuestras aguas, se nos caería el
pelo... ¡El pelo, Ramona! ¡Quién lo tuviera largo y hermoso como cuando éramos
jóvenes!... y mil monstruosidades más nos dijo aquel chico de tan bonita
sonrisa. ¡Ya me lo decía mi Alfonso, que en paz descanse! Cuídate de quien
siempre ríe, Tomasa; ése mal te quiere. Que Dios te tenga en su gloria,
Alfonso, porque hicimos bien no fiándonos de ese botarate que vino a decirnos
tantas sandeces. ¡Un cementerio atómico, veneno eterno en la sangre de los
hijos, mil millones de años de tierras yermas, sin cultivos, devoradas por la
nada! ¿Más nada que esta que nos engulle, hijo mío? ¿Más? ¡Las grullas!, decía
el necio, ¿qué será de las grullas y el ecosistema del que disfrutáis en estos
parajes?
Palabras como estas, repetidas noche tras noche frente al portal
donde se reúnen los cuatro vecinos de la aldea con sus sillas flamencas, han
ido perforando las entendederas de Gascón como un cuentagotas cruel. Ha estado
leyendo, obsesivo compulsivo, todo sobre el ATC: ventajas, detractores, intereses
económicos... los otros, los políticos, los conoce por las peroratas de la
ventera: todo aquello que beneficie a la Aldea, malo; todo lo que la subyuga y
la mantiene postrada de rodillas ante sus enemigos, en cambio, es bendecido
como óptimo, ecológico, femenino-singular y democrático. La anciana no andaba
errada: la opulencia, como la nada, también ha recolectado locura en ciudad
capital.
Gascón, al cruzarme con él hará media hora, tenía la mirada
encendida.
Este no será un buen invierno para las grullas.
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