Ella se peina frente al espejo con su cepillo de púas recias,
adelante y atrás, una vez tras otra, contemplando el rostro que le devuelve la
mirada. Ojos melancólicos que se clavan en pupilas negras envueltas de marrón
común mientras imagina qué diferente habría sido todo si el cabrón de su padre no
fuera oriundo del sur ibérico. Un nórdico alto, de tez angulosa, blancos
dientes y ojos claros, y no esta muchacha que observa desde la otra realidad
del espejo, simiesca de pelo duro como alambre, metro cincuenta y bien mofletuda,
rolliza de carrillos, papada y caderas.
Con gesto tosco cuenta tres pelazos aferrados al cepillo, raíz
incluida. Se acerca al espejo, los ojos casi se tocan, dibuja una línea negra
bajo el párpado. Primero el izquierdo, después el derecho. Se retira y observa
el resultado de la inspiración pictórica. Deben hacerse ciertos retoques:
espolvorear un poco de colorete en el moflete izquierdo con la esperanza de
resaltar siquiera un ángulo femenino y sombrear con una brocha del 7; hoy se ha
despertado con más ojeras de las habituales. La del domingo fue una noche dura,
se hicieron las tantas de la madrugada y la cama -esta vez sí sufrió cierta
ansiedad- daba más vueltas de lo normal. Unta con ansia la brocha y se aplica tres pasadas alrededor
de la nariz aguileña, recuerdo de su madre, una burguesa del textil del río
Besos, y vuelve a perderse en las pupilas negras que la observan atentamente.
Y si...
Por una de esas raras casualidades del genoma humano, su
capacidad mental retuvo cuatro ideas básicas de sus años de instituto, pudiendo
hacer cuentas de tres dígitos, papiroflexia con una mano y recitar las comarcas
y las capitales de comarca y los presidentes de las capitales de comarca... y
tanto se devanó los sesos aprendiendo nombres de la época de Wilfredo que algún
chisporroteo neuronal accidental debió prender en la periferia del lóbulo
temporal que archiva los datos de las comarcas activando capacidades que de
otra manera habrían permanecido aletargadas.
Pensar fue una de ellas, aunque en grado ínfimo. Blanco,
negro, bueno, fascista, y meter objetos
romboides en agujeros de mayor o menor tamaño. Lo suficiente, sin embargo, para
comprender que ella no era más que un mortal vulgar de los muchos que pasan sin
pena ni gloria por este mundo. Ningún don le otorgaron las ninfas, sólo unos
ojos marrones, unos labios finos en una boca que bien podría haber sido
confundida con un tajo seco y cierto olor corporal agrio, duro, inapreciable
durante los primeros años, más marcado a medida que las grasas fueron saturando
los músculos de los años de lactancia. Sus rudas manos tensan las cuerdas del corpiño mirándola
a ella, tras al espejo, con los ojos inyectados en odio. De nuevo el reflejo acaba
convirtiéndose en agravio, una reminiscencia abocada a la inmensidad del negro
pozo, el recuerdo de una intrascendencia tan inmensa que tan solo un acto de
voluntad supremo pudo desprenderse de la vida aburrida y común que le había
deparado el cromosoma XY.
Ella se alzó con el triunfo, su voluntad resultó victoriosa
en las tierras de Ítaca, donde lo vulgar ha dejado de ser pecado, lo feo copa
los escaparates de la milla de oro oriental del Paralelo y la náusea, aupada
por los desheredados de Hamelín, ha alcanzado el Nirvana del Dalai Lama.
Ella se peina, se maquilla... rocíate unas gotitas de colonia de hachís, coge el paraguas por si llueve... y sale al escenario del Gran Teatro de los Sueños, en su escenario Chirigota Española, s.l., cuya platea, siempre a rebosar, es famosa por vitorear toda democrática chabacanería
Ella...ella...ella... Se ha perdido hasta su nombre,
olvidado de tanto desuso.
Atiende como la Mujer Felpuda, y su circo es Barcelona.
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Mi agüita amarilla, Sala X, sesión continua.
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