Ayer noche, mientras un tornado edulcorado azotaba las
paredes del Cuartel General, los Monos se juntaron en la Sala X en el habitual
pase cinematográfico de la semana, alrededor del fuego, dispositivos móviles desconectados,
dispuestos a dejarse llevar, por unas horas, a esa otra realidad que nos presenta
el cine, válvula de escape, la mayoría de las veces, de esta sociedad denigrada
y denigrante.
¿La película? Sí… una cinta algo vieja, de alrededor de diez
años, creo… no tengo ganas de buscarlo, lo siento… en la que aparecían el actor
por excelencia Michael Caine, una Charlize Theron guapa, guapa… no tanto como
ahora, pero… y el que, años después, pasaría a ser conocido como el Spiderman
amigo de los niños. Ese superhéroe que, como el Batman de Burton, está más
próximo a los dorados años 20 que no a los decadentes años iniciales de este s.
XXI en el que, recuerdo, no vuelan los coches, las pastillas verdes no tienen
gusto a paella y de sables láser, nada de nada.
Las normas de la casa de la sidra, se titulaba el film.
No voy a destripar el argumento por si alguno de vosotros se
durmió durante el pase, pero sí diré que versaba sobre un chico huérfano que
crece en un orfanato en el que el doctor principal, además de acoger a bebes de
madres sin recursos, se dedica a practicar abortos considerados ilegales por la
legislación vigente de la época. Un día, el chaval por el que bebe el doctor se
medio enamora de la rubia de turno… se marcha dejando atrás a su familia
impuesta… tiene una aventura con la chica a espaldas del novio militar… y,
cuando la realidad se impone, vuelve a su verdadero hogar, junto a los suyos, a
seguir el camino para el que el doctor lo había estado preparando durante
tantos años.
Fin.
La película, como veis, habla del aborto sí, aborto no… vida
sí, vida no… Pero no es ese el tema que me cautivó. No es lo que me provocó esa
sensación que me gustaría compartir hoy con todos vosotros, no. Este asunto lo
dejaremos para otro día, cuando el viento amaine.
Estas letras son para hablar de otra cosa, algo que
consiguió que, sentado desde mi poltrona convaleciente, una chispita de bondad
prendiera en este frío corazón. De nuevo, la infancia. De nuevo, la inocencia. De
nuevo, el amor puro de los niños.
Porque en el orfanato, donde todos eran hermanos, hijos de
idéntica madre desconocida, aquellos pequeños de sonrisa caduca, sacudían la
nieve de sus chaquetas cada vez que un automóvil se acercaba por el sendero,
descubriéndose la cabeza y cepillándose con los dedos el flequillo… Debo estar presentable. Guapo. ¡Ojalá me
lleven! ¡Ojalá me quieran!... y se le parte el alma a cualquiera que la
tenga en el pecho, no en la bragueta como sucede hoy en día, o en la cartera,
como sucederá mañana, seguro, observando cómo se ponen en fila, como tiernos
soldados aguardando que se pase revista, con los dedos cruzados, deseosos de
esa ilusión que ellos, desarrapados, no tuvieron al nacer.
Algunos de aquellos hermanos, de apenas tres años, viven esa
fase en la que todo es una gran pregunta… el mundo una gran duda… la vida, un
misterio incomprensible. Años de “por qué
esto, por qué lo otro”… y sonríes, Mono, sonríes. No puedes hacer otra cosa
mientras imaginas una respuesta que satisfaga un apetito voraz, insaciable.
Tesoro. Otros hermanos, ya mayores, también se preguntan mil cuestiones, aunque
estas son más difíciles de responder. Los años pasaron y ningún coche se los
llevó más allá de estas cuatro paredes del orfanato y la espera, eterna, cayó
en el olvido. ¿Seré diferente? ¿Me querrá
alguien?
Si los miras bien, Mono, verás que, tenue, la luz de la
ilusión también brilla un instante en sus ojos al escuchar el ruido de un motor
acercándose por la senda. Fuzzy, el niño enfermo, también lo desprende, más
brillante si cabe… más deseoso de ese abrazo paterno que, de un empujón, asuste ese bicho que le corroe por dentro bien lejos, a las profundidades del negro bosque, tras el armario de
los monstruos.
Yo permanecía sentado en mi butaca con un nudo en el estómago,
pensando en todas las dudas y contradicciones que atravesarían… que atraviesan…
las mentes de esos niños abandonados a las puertas de un orfanato, enfermos,
lisiados… menospreciados… huérfanos de Amor, Monos, como experimentos errados o regalos que nadie hubiera pedido...
… y apostaría todo, Monos… todo, todo, todo… por cada uno de
ellos, pues la infancia, la inocencia, la bondad del niño que se siente
incompleto, falto de padre y de madre, es una apuesta segura.
La única.
Ellos son los Príncipes de Maine, Reyes de Nueva Inglaterra.
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NOTA. Valga esta entrada para maldecir, de nuevo, esta
España nuestra en la que esos príncipes… estos reyes… no tienen tan siquiera la
oportunidad de ser adoptados, licuándose sus esperanzas, muchas veces no-natas,
en un negocio miserable que nos condena… a todos… a la Destrucción, la Muerte y el Exterminio
como pueblo... al tiempo que buscamos, allende los mares, en los rincones más recónditos del globo terráqueo, esas oportunidades que les negamos a los hijos de España.
Puto asco.
2 comentarios:
Vi la pelicula en su dia y me conmovio de verdad.Como bien dices aqui ese tema termina en manos de verdaderos matarifes.un saludo,
Nunca entenderé cómo tantas y tantas familias van a la China, a Hispanoamérica, a África... en busca de niños para adoptar.
¿No hay huérfanos en España?
¿No "molan"? ¿No son graciosos? ¿Están apestados?
País. Quizá sí merezcamos todo lo que nos sucede... y más.
Un abrazo, Agustín.
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