Esto que veis aquí al lado, ese código de barras tan parecido
al que hallaríamos en cualquier muslo de jamón serrano, detergente para
lavadoras o matarratas de alta toxicidad, resume… así… en secuencia de líneas gruesas
o finas, todo lo que soy.
Un lector, un pitido… y 33 años aparecen en la pantalla del
ordenador.
¿Estudios? ¿Experiencias? ¿Secretos?
Pip… pip… pip…
Algunos ganan millones escribiendo sus memorias en tochos de
tropecientas páginas publicados por suculentas editoriales que, en la mayoría
de los casos, cierran de esta manera las cuentas pendientes. Paja, paja y mil
veces paja. Setecientas páginas de trigo y hebras.
Yo, Comandante en Jefe, quedo resumido en esto: un código de
barras ridículo, presto a la venta, al tráfico, al olvido. El nombre aparece,
sí… pero el lector de rojo láser tan siquiera se percata de ello. La cajera de
supermercado me agarra, me pasa por el lector y, tras el pitido de aceptación,
me deposita en la bandeja. Después, ir en bolsa o en carro es una cuestión que
queda fuera de su alcance.
El pasado viernes, un recolector de fruta me enganchó la
etiqueta en mi brazo. Variedad, sabor, dulzura… manzana Golden, pera limonera,
kiwi de las Antillas… ¿está buena la fruta, señor? ¿Estará bien madura,
frutera? ¡La otra vez me vendió un plátano verde como el trigo, verde!
Ojos verdes, verdes como la albahaca.
Verdes, como el trigo verde
Y el verde, verde limón.
Verde de
inmaduro… de idealista esforzado… ¿verde esperanza? No. Eso no. Eso quedó atrás
hace demasiado tiempo, tumbado en una hamaca de una playa del Mediterráneo en
una noche enamoradiza de un Agosto caluroso y calenturiento, mientras
contemplaba las estrellas, inventando historias con las que intenté encamarme con la
musa de turno. La esperanza, al igual que la musa, se esfumó dejándome con la
palabra en la boca.
Ella… ellas
se fueron, sí… pero yo sigo ahí, recostado, disparando relatos contra la negra
noche del alma.
Desvarío. Vuelvo
a mirar mi muñeca. Código de barras sanitario. Pulsera blanca. ¿Pulsera?
¿Pulsera de complejo hotelero caribeño?
Por
supuesto.
El complejo
que anuncia, el resort que augura, es de cinco estrellas, todos los gastos pagados.
Nada de preocupaciones a la mesa, desvelos a la hora de dormir o
descomposiciones entremezcladas con ron. Excursiones espléndidas a coste cero,
magistrales charlas impartidas por sabios de todos los tiempos y un museo de
carne y hueso… físico… en el que aguardan todos y cada uno de aquellos seres increíbles
que, a lo largo de esa existencia que resume el pitido del lector de barras, han ido
acompañándonos en esto que hemos decidido llamar vida.
Allí está
todo, y más. A nuestro alcance. Estirando la mano. Todos, de forma visible o
invisible, tenemos anudada a nuestra muñeca la cinta… el código… la pulserita
de la felicidad divina, eterna e inmortal.
A mí me la
colocaron el pasado viernes. Llevaba unas semanas jugando con el verde… como
siempre, como antaño… y un resfriado mal curado revolucionó mi visión
obligándome a comprender que el monocromo es cosa de infantes, capaces de
trazar los mejores dibujos armados tan sólo con un lápiz rojo, amarillo o... verde. Con él, pintarán la salud de azul, la sangre de azul, la soberbia de
azul. Con él, trazarán temblorosas líneas que poco tendrán que ver con los
36.5º del cuerpo humano, la tos mucosa, el bronquio saturado por el humo y el
frío del agua que siempre me recubre. El infante verá rojo el helor y su
resistencia, pintada en blanco transparente, sobrepasará las líneas del dibujo
creyendo que no tiene fin.
Los adultos,
los que día a día suben la escalera del cadalso, saben que la vida… y la Muerte…
acostumbra a revestirse de brillantes colores.
Es el
momento de sacar la paleta a la palestra. Pintar cada cosa según su color.
Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar.
Y el caballo en la montaña.
Todavía me quedan muchos puntos por resolver.
Más líneas para mi código.
8 comentarios:
Fantástico, se lee de un tirón deseando que no se acabe el post.
Espero que ese código no tenga fecha de caducidad y seguir leyendo post como este que además de todo tiene ritmo, musicalidad (huy que tonton me puse), jajaj.
Saluditos.
A eso nos han reducido, amigo Herep, a un frío código de barras, del que echarán mano, cuando les convenga, para lo que necesiten. Quizá no demos para más.
Un cordial abrazo.
Codigo de barra.Esto tiene un cierto tufillo a lo que les hacian los nazis a los judios en sus brazos,Que era tatuarles un numero,En fin vivir para ver,un saludo Maestro,
No andamos muy lejos de esa situación.
Y en algunos lugares más que en otros.
Como en Cataluña,donde un código de barras identifique a los castellano parlantes y no nacionalistas.
Al tiempo...
Me alegra que te guste, Zorrete.
Por ahora el código no tiene fecha de caducidad... bueno, por lo menos no lo tienen a la vista, así que espero que el "ritmo" siga por mucho tiempo.
Un saludo.
Quiero pensar que eso es lo que ellos creen, Tío Chinto... que no damos para nada más.
Luego, si el sueño se cumple, se darán cuenta de su error, aunque ya será tarde para la casta.
Un abrazo.
A mi no me lo han tatuado, Agustín. Tan sólo una etiqueta, pero todo llegará si no les paramos los pies, amigo.
Un abrazo para vos también.
Natalia, aquí ya hay voces que dicen que, aquellos que no estén con ellos, no son más que meros traidores... y todos podemos imaginar qué planes tienen pensados para esos "traidores".
Al tiempo, al tiempo...
Un abrazo.
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