Yo tenía un sueño de España… pero ese sueño murió hace tiempo. El que me acunará esta noche, será mejor. Mi guía en los Años Oscuros. Y vivirá por siempre jamás. Ej12Ms

3 dic 2012

La vida en barras


Esto que veis aquí al lado, ese código de barras tan parecido al que hallaríamos en cualquier muslo de jamón serrano, detergente para lavadoras o matarratas de alta toxicidad, resume… así… en secuencia de líneas gruesas o finas, todo lo que soy.

Un lector, un pitido… y 33 años aparecen en la pantalla del ordenador.

¿Estudios? ¿Experiencias? ¿Secretos?

Pip… pip… pip…

Algunos ganan millones escribiendo sus memorias en tochos de tropecientas páginas publicados por suculentas editoriales que, en la mayoría de los casos, cierran de esta manera las cuentas pendientes. Paja, paja y mil veces paja. Setecientas páginas de trigo y hebras.

Yo, Comandante en Jefe, quedo resumido en esto: un código de barras ridículo, presto a la venta, al tráfico, al olvido. El nombre aparece, sí… pero el lector de rojo láser tan siquiera se percata de ello. La cajera de supermercado me agarra, me pasa por el lector y, tras el pitido de aceptación, me deposita en la bandeja. Después, ir en bolsa o en carro es una cuestión que queda fuera de su alcance.

El pasado viernes, un recolector de fruta me enganchó la etiqueta en mi brazo. Variedad, sabor, dulzura… manzana Golden, pera limonera, kiwi de las Antillas… ¿está buena la fruta, señor? ¿Estará bien madura, frutera? ¡La otra vez me vendió un plátano verde como el trigo, verde!

Ojos verdes, verdes como la albahaca.
Verdes, como el trigo verde
Y el verde, verde limón.

Verde de inmaduro… de idealista esforzado… ¿verde esperanza? No. Eso no. Eso quedó atrás hace demasiado tiempo, tumbado en una hamaca de una playa del Mediterráneo en una noche enamoradiza de un Agosto caluroso y calenturiento, mientras contemplaba las estrellas, inventando historias con las que intenté encamarme con la musa de turno. La esperanza, al igual que la musa, se esfumó dejándome con la palabra en la boca.

Ella… ellas se fueron, sí… pero yo sigo ahí, recostado, disparando relatos contra la negra noche del alma.

Desvarío. Vuelvo a mirar mi muñeca. Código de barras sanitario. Pulsera blanca. ¿Pulsera? ¿Pulsera de complejo hotelero caribeño?

Por supuesto.

El complejo que anuncia, el resort que augura, es de cinco estrellas, todos los gastos pagados. Nada de preocupaciones a la mesa, desvelos a la hora de dormir o descomposiciones entremezcladas con ron. Excursiones espléndidas a coste cero, magistrales charlas impartidas por sabios de todos los tiempos y un museo de carne y hueso… físico… en el que aguardan todos y cada uno de aquellos seres increíbles que, a lo largo de esa existencia que resume el pitido del lector de barras, han ido acompañándonos en esto que hemos decidido llamar vida.

Allí está todo, y más. A nuestro alcance. Estirando la mano. Todos, de forma visible o invisible, tenemos anudada a nuestra muñeca la cinta… el código… la pulserita de la felicidad divina, eterna e inmortal.

A mí me la colocaron el pasado viernes. Llevaba unas semanas jugando con el verde… como siempre, como antaño… y un resfriado mal curado revolucionó mi visión obligándome a comprender que el monocromo es cosa de infantes, capaces de trazar los mejores dibujos armados tan sólo con un lápiz rojo, amarillo o... verde. Con él, pintarán la salud de azul, la sangre de azul, la soberbia de azul. Con él, trazarán temblorosas líneas que poco tendrán que ver con los 36.5º del cuerpo humano, la tos mucosa, el bronquio saturado por el humo y el frío del agua que siempre me recubre. El infante verá rojo el helor y su resistencia, pintada en blanco transparente, sobrepasará las líneas del dibujo creyendo que no tiene fin.

Los adultos, los que día a día suben la escalera del cadalso, saben que la vida… y la Muerte… acostumbra a revestirse de brillantes colores.

Es el momento de sacar la paleta a la palestra. Pintar cada cosa según su color.

Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar.
Y el caballo en la montaña.

 El complejo turístico puede esperar.

Todavía me quedan muchos puntos por resolver.

Más líneas para mi código.


8 comentarios:

Anónimo dijo...

Fantástico, se lee de un tirón deseando que no se acabe el post.
Espero que ese código no tenga fecha de caducidad y seguir leyendo post como este que además de todo tiene ritmo, musicalidad (huy que tonton me puse), jajaj.
Saluditos.

Tío Chinto de Couzadoiro dijo...

A eso nos han reducido, amigo Herep, a un frío código de barras, del que echarán mano, cuando les convenga, para lo que necesiten. Quizá no demos para más.
Un cordial abrazo.

Lin Fernández dijo...

Codigo de barra.Esto tiene un cierto tufillo a lo que les hacian los nazis a los judios en sus brazos,Que era tatuarles un numero,En fin vivir para ver,un saludo Maestro,

Natalia Pastor dijo...

No andamos muy lejos de esa situación.
Y en algunos lugares más que en otros.
Como en Cataluña,donde un código de barras identifique a los castellano parlantes y no nacionalistas.
Al tiempo...

Herep dijo...

Me alegra que te guste, Zorrete.
Por ahora el código no tiene fecha de caducidad... bueno, por lo menos no lo tienen a la vista, así que espero que el "ritmo" siga por mucho tiempo.

Un saludo.

Herep dijo...

Quiero pensar que eso es lo que ellos creen, Tío Chinto... que no damos para nada más.
Luego, si el sueño se cumple, se darán cuenta de su error, aunque ya será tarde para la casta.

Un abrazo.

Herep dijo...

A mi no me lo han tatuado, Agustín. Tan sólo una etiqueta, pero todo llegará si no les paramos los pies, amigo.

Un abrazo para vos también.

Herep dijo...

Natalia, aquí ya hay voces que dicen que, aquellos que no estén con ellos, no son más que meros traidores... y todos podemos imaginar qué planes tienen pensados para esos "traidores".

Al tiempo, al tiempo...

Un abrazo.